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Fragmento de comedia romántica

Parece que la decisión de tomármelo con más calma y disfrutar de la literatura ha dado sus frutos. Ayer hice un pequeño alto en las aventuras de Tom Randall para escribir algo que llevaba muchísimo tiempo rumiando: una novela romántica. No, no he escrito la novela entera, solo un pequeño fragmento, para ver cómo se me da esto de hacer reír al personal. Aún no tiene nombre, es sólo una prueba. Algo así como el episodio piloto de una serie, que luego tal vez cambie, una toma de contacto. Os lo dejo aquí abajo para que lo leáis y me deis vuestra opinión. Sed sinceros, por favor. Necesito saber si tengo un ápice de talento para la comedia.

Me llamo Ricardo Castilo y sí, soy escritor. Hace poco publiqué mi cuarto libro, “El tesoro de la Atlántida”, una novela de aventuras, acción y amor. Estoy muy contento con ella. Me ha dado muchas satisfacciones. Una película basada en ella en marcha, traducción a un montón de idiomas y mucho, mucho dinero.
Pero no todo ha sido siempre así. Hubo un tiempo en que mi carrera de escritor estaba estancada… perdida y absolutamente estancada. Después de doce años escribiendo novelas de terror y fantasía sin lograr siquiera que me publicaran tuve que caer bajo. Muy, muy bajo. Escribí una novela romántica.
No os equivoquéis. Me gustan las novelas románticas, pero para los demás. Yo prefiero la sangre, los dragones y los magos. Pero desgraciadamente, el mundo editorial no entiende de aficiones y gustos. Se vende lo que se vende. Y en aquella época se vendía la novela romántica. Esos libros que vemos en las estanterías de los centros comerciales con mujeres medio desnudas en actitud desafiante. Nunca pensé que un libro mío tuviera una cubierta como esa, pero lo cierto es que la tuvo.
Y fue precisamente con esa portada, cómo comenzó la historia de cómo llegué a ser un escritor consagrado.
Con esa portada y con una frase que tuve la desgracia de escuchar en más de una ocasión.
  
—Sinceramente, su libro no me gusta. El argumento es predecible y repite palabras con demasiada alegría.
Yo asentí con una sonrisa, mientras extendía la mano para coger de manos de mi interlocutora su ejemplar de Rosas al viento, mi primer libro publicado. Era una mujer ya entradita en años y en carnes, con un cabello blanco que caía en bucles hasta las hombreras de su chaqueta rosa. Todo ello rematado con un tocado amarillo de dudoso gusto. Me fascinaba su sinceridad.
—Y dígame, señora… —quise saber su nombre, mientras cogía la pluma y me disponía a firmar el ejemplar.
—Mariposa.
—¿Mariposa? —pregunté carcajeándome por dentro—. ¿En serio? ¿Señora Mariposa?
—Sí ¿no le gusta?
Yo me incliné hacia un lado para mirar la pequeña cola que había a la espera de una firma y una dedicatoria. La editorial había gastado más dinero en el vaso de agua que descansaba sobre mi mesa que el que podría ganar con las ventas de mi libro. Al menos ese día.
—Sí, claro —respondí, educado—. Es… impredecible y no se repite demasiado. Dígame, Señora… Mariposa. Si no le gusta el libro ¿por qué está aquí?
—Los que diseñaron la cubierta hicieron un buen trabajo.
Yo ojeé por enésima vez la portada de mi libro. Un hombre con el torso al aire marcaba pectorales y abdominales, mientras una mujer semidesnuda yacía en un suelo de piedra con actitud desafiante.
«Escribe novela romántica», me dijo Juan, mi mejor amigo y editor. «Verás como las vendes como rosquillas». Sí, y un huevo.
—Sí, bueno —esbocé una amplia sonrisa, falsa como un billete de treinta euros—. Quisieron ponerme a mí, pero me negaba a ser la pasión masturbatoria de viejas con nombre de insecto. Aquí tiene su dedicatoria.
Le tendí el libro cerrado antes de que la mujer pudiera replicar y, con un movimiento de cabeza, le indiqué al siguiente de la fila que pasara. La señora Mariposa se alejó de la mesa con expresión derrotada. Seguro que estaba acostumbrada a decir la última palabra. La imaginaba en su casa, puteando a diestro y siniestro a su pobre marido, posiblemente un hombre delgado y con cara de gilipollas.
Sonreí para mis adentros al imaginar la cara que pondría, cuando viera lo que había plasmado en la primera página del libro, escrito con elegante letra y firmado por el “gran” Ricardo Castillo.
La siguiente en la fila era una muchacha de unos veinte años. Guapa como ella sola. Volví a sonreír, esta vez de verdad, sin fingir.
—Hola —saludé—. ¿Cómo te llamas?
—Violeta.
—¿Violeta? —reprimí la risa con un carraspeo—. ¿Estás de coña?
¿Es que aquél día todo iba de naturaleza? Ya tenía una mariposa y una violeta. ¿Habría alguien por ahí detrás que se llamara fotosíntesis?
—No, para nada. Yo… —Violeta esbozó una sonrisa triste.
—No, no te preocupes. Sólo estaba de broma —me apresuré a decir—. Es que había una mariposa por aquí y… Bueno, da igual. ¿Te gustó el libro?
—No lo he leído aún, pero me han hablado muy bien de él.
El mundo se me vino abajo. O no lo habían leído o no había gustado. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?
—Bueno, vamos mejorando —dije, intentando ver el vaso medio lleno—. Al menos aún no te parece predecible.
Pensé un momento. Quería escribirle a esa muchacha una dedicatoria original, algo que la animara a leer el libro en cuanto llegara a casa. Pero en aquellos momentos, con la cabeza completamente aletargada, la única rima que se me ocurría con Violeta era teta. Y no, no iba a hablarle de tetas a esa chica.
—¿Sabes qué? —exclamé de repente—. No se me ocurre nada. Me he tirado escribiendo este libro un año. Y ¿para qué? Para que una vieja con nombre de bicho me diga que repito palabras y para que una belleza como tú venga a que le firme sin haber leído el libro. Apuesto a que no tienes ni idea de qué va y sólo lo has comprado porque te sobra el dinero y el tío de la portada está bueno.
—Bueno —Violeta pareció violenta con mi reacción, pero me sentí bien al desahogarme—, reconozco que la portada es bonita y que el hombre…
—¿Ves? Mira, vamos a hacer una cosa —le propuse mientras abría el libro y comenzaba a escribir—. Te voy a dejar mi teléfono y, si te apetece, me llamas un día y te hago la dedicatoria entonces, a ver si se me ha ocurrido algo interesante. ¿Te parece?
—¿Me está pidiendo una cita? —preguntó ella resplandeciente.
—No. Te estoy pidiendo que te largues, te leas el libro y, si te gusta y quieres una dedicatoria, me llames.
Violeta se marchó por el mismo camino que había cogido la señora Mariposa. Había llegado a la conclusión de que lo único bueno que había en mi libro era la portada. Un tío y una tía supermacizos a punto de darle alegría al cuerpo. Eso no era literatura.
El siguiente en la cola avanzó con paso dubitativo. Seguro que había escuchado mis últimos comentarios y estaba asustado. Le saludé con un brusco movimiento de cabeza. Era un muchacho que superaría en días los dieciocho años. Gafas de culo de vaso y espinillas que cubrían cada milímetro de su epidermis como si de la superficie lunar se tratara. Me sentí un poco extraño. No terminaba de entender qué hacía un espécimen como aquél en la sesión de firmas de una novela romántica. Lo imaginaba más bien jugando a algún juego de rol con sus compañeros de facultad. Simplemente no encajaba. Cuando habló lo comprendí:
—Yo sólo quería preguntar si sabes quién es la modelo de la portada —dijo con decisión.
Eso ya fue demasiado para mí.
—¡Es un dibujo! —exploté levantándome de la silla, provocando que el vaso de agua, que era el único beneficio que iba a tener la editorial ese día, se derramara salpicando las zapatillas Nike del muchacho—. ¡Un puto dibujo! ¡Sólo son píxeles! ¡No existe! ¿Tan difícil es de entender? ¿Es que nadie le presta atención al puñetero libro?
En ese momento, los encargados de la pequeña librería del centro de Málaga en el que estaba firmando los libros, me miraron con expresión adusta. Mosqueados. Lógico. Pero era lo que había. Yo había ido allí a firmar libros, con todo mi cariño y dedicación. Y ¿qué me encontraba? Una panda de estúpidos que tenían más interés por los turgentes pechos de la chica de la portada que por las letras escritas en las páginas.
—¡Oye! —llamé a los encargados—. ¿Para la próxima por qué no llamáis al ilustrador? —les pregunté lleno de rabia.
Sin decir una palabra más me levanté para marcharme. No sin antes tropezar con la mesa y provocar que los libros cayeran al suelo sin ton ni son. Tuve tan mala suerte que uno de los ejemplares empujó el gran cartón que había junto a la mesa, en la que se reproducía, a tamaño natural, la portada de las narices. El cartón cayó, empujando a su vez una estantería, repleta de copias de Rosas al viento.
Tras el alboroto provocado se hizo el silencio. Todos me miraban. Yo sentí que mi rostro se ponía colorado como el culo de un mandril. Pero me recompuse. Con un digno movimiento, estiré la camisa para ponerla lo más lisa posible y esbocé una amplia y seductora sonrisa.
—Ya les avisaré cuando haya otra presentación —les confirmé—. Prometo que traeré al ilustrador y a la tía buena de la portada.
Todos seguían en silencio, mirándome boquiabiertos, pero yo no olvidé mis buenos modales ni un instante.
—Que pasen buena tarde.
Y me fui.

La noticia de mi espantada en la firma de libros corrió como la pólvora por internet. Facebook, Twitter, Myspace, incluso vi algún que otro video corto en Youtbe. Desde mi flamante Iphone 4 vi imágenes mías, fuera de mí. Mi rostro parecía el de un orco sacado de El señor de los Anillos.
Sonreí mientras daba buena cuenta de mi vaso de Acuarius. Había sido un poco cabrón, debía reconocerlo. Pero bueno ¿acaso Pérez-Reverte no es un poco cruel a veces? ¿Por qué no yo? La respuesta me vino pronto. Porque yo no era Pérez-Reverte. Yo no había publicado Las aventuras del Capitán Alatriste, ni El club Dumas o La piel del tambor. Yo era Ricardo Castillo, autor de una novela romántica de mala muerte llamada Rosas al viento. Joder, hasta el nombre era demasiado dulce. Engordaba solo de escucharlo.
En aquellos momentos, bebiendo mi refresco en un bar, muy alejado de la librería donde había intentado firmar mis libros, me encontraba tranquilo. La imagen de portada había sido el detonante, pero no era sólo eso. Era el título, el género, todo… Odiaba ese libro y todo lo que representaba. ¿Por qué? Pues porque me gusta escribir. Pero escribir lo que yo quisiera.
El hecho de meterle mano a una novela romántica fue solo una cuestión comercial. Yo suelo escribir fantasía, terror, aventura… pero eso no vende. Sin embargo, una novela con la imagen de una tía medio en bolas es éxito asegurado. Por eso lo hice. Y por eso también tenía ganas de colgarme de los pies en una farola cualquiera de la ciudad y dejar que me azotaran sin compasión.
Estaba mirando una imagen en la que salía yo con cara de orco frente a la muchacha bonita… Violeta. Y de pronto, la imagen del orco desapareció para ser sustituida por la de Juan Andrades, mi editor y mejor amigo. El culpable de que yo hubiera escrito Rosas al viento. Automáticamente, Highway to hell de ACDC comenzó a sonar por el altavoz del teléfono.
Con una mueca, descolgué.
—Ehh —fue mi saludo.
—¿Así es como quieres vender? —me preguntó Juan—. ¿Llamando pervertida a una vieja y pidiéndole una cita a una chica?
—No llamé pervertida a nadie, ni le pedí una cita —reflexioné un momento—. Aunque lo hubiera hecho.
—¿Ah no? ¿Y qué dirías que es una dedicatoria que dice: A la señora Mariposa, para que me olvide cuando se toque la cosa? Firmado, Ricardo Castillo.
—¿Una broma? —contesté con expresión ausente alzando de nuevo mi vaso de Acuarius.
—Ya. Oye ¿tienes fuerzas para una noticia más?
—¿Tiene algo que ver con una tía y un tío medio desnudos?
—En cierto modo sí. ¿Tienes El sur a mano?
—¿El sur de España?
—No, idiota, el periódico.
Esbocé una sonrisa traviesa. Me encantaba dar la tabarra a Juan cuando se me presentaba la oportunidad. Busqué con la mirada al camarero que iba de aquí para allá, sirviendo copas:
—Perdona —le llamé cuando lo tuve cerca—. ¿Tienes por casualidad El sur por aquí?
El chico me tendió el periódico, que tenía guardado bajo la cafetera y, cuando lo tuve delante volví a hablar por mi teléfono:
—¿Qué pasa?
—Página veinticinco. ¡Pero no lo leas aún! —me advirtió antes de colgar.
Yo, como no podía ser de otro modo, le ignoré y busqué la página. Cuando leí la primera frase grité:
—¡Mierda!
—Te lo dije, tío —dijo una voz a mi espalda—. No lo leas aún.
Juan estaba tras de mí, con su eterna sonrisa de pillo y su cabello negro perfectamente engominado. Iba trajeado, como solía ser habitual en él. El muy capullo debía de haber estado hablando conmigo mientras iba hacia el bar. No era difícil para él saber que yo estaba allí. Pasaba más tiempo en aquél pub que en mi propia casa.
—¿Por qué me haces esto, Juan? —le pregunté fuera de mí—. ¿No ves el día que llevo?
—Eso es relativo, amigo. Realmente no lo he visto, no he estado contigo —emitió una risita—. Aunque me hubiera encantado ver cómo le metías caña a la señora Mariposa.
Rosas al viento es tan mala, patética y aburrida como excitante es su portada —leí—. ¿Quién demonios ha escrito esto? ¿Y qué carajos tiene esa maldita portada?
—Bueno, la chica está bastante buena ¿no?
—Lucía Ramírez —dije rumiando cada silaba de aquél nombre. La mujer que había escrito la primera crítica de la novela; la mujer que la había puesto a parir—. Seguro que no tiene ni idea de literatura y no ha leído un libro en su vida.
—Bueno, yo no apostaría mucho por eso, colega —Juan se sentó a mi lado y pidió un whiskey con cola—. Tiene un carrerón y tres novelas en el mercado.
—Será fea.
—No, está como un tren.
—Y vive con cinco gatos y sin amigos.
—Mil quinientos cincuenta y tres amigos en Facebook. ¿Te has desahogado ya?
—Olvídame, me voy a casa. Sólo quiero acostarme y dormir.
Cuando me estaba dando la vuelta, Juan se levantó de su asiento y me impidió el paso.
—¿Pero qué dices? La noche es joven y sí, has tenido un mal día. Pero acostarse no es la mejor manera de olvidarlo —pareció meditar un momento—. A menos que te acuestes con la de la portada, eso sería otra historia.
—Juan…
—Vamos a hacer una cosa. Quédate conmigo media hora. Si no consigo que la noche mejore te vas a llorar por lo terriblemente desgraciado que eres y lo buena que es la portada. ¿Qué me dices?
Yo le miré, sopesando la idea de hacerle caso o no. Y entonces la vi. Apareció por la puerta, justo tras el hombro de mi editor, que seguía diciendo algo que no alcanzaba a oír. En aquellos momentos sólo existía ella. Los mismos ojos, la misma mirada desafiante, los mismo turgentes senos…
—No me lo puedo creer —me lamenté—. Es ella.
Mi amigo se giró cuando me escuchó y su mirada se quedó tanto o más prendada que la mía.
—¿Ves? Te lo dije —le oí decir—. La noche mejoraría.
Sí, amigos. Justo frente a mí, en medio de toda aquella gente, se hallaba el origen de mis problemas, la mujer más bella que había visto en mi vida.
La mujer que aparecía en la maldita portada de mi maldito libro.





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