Mall dejó el vaso sobre la mesa y
examinó el lugar con atención. El local estaba lleno esa noche. El planeta
Géminis cobraba vida cuando el sol se ponía. Durante el día, todos sus
habitantes se dedicaban simplemente a trabajar. Por la noche, era otro cantar.
Él mismo había terminado sus quehaceres apenas una hora antes. Sin embargo no
había acudido allí esa noche por gusto. Si por él fuera, se habría ido a casa a
descansar. Al fin y al cabo, construir naves no era algo fácil. Además del trabajo
físico que suponía, tenía que estar pendiente de tener todos los permisos en
regla y mantener el contacto con cada uno de sus clientes.
A menos, claro está, que el encargo
fuera algo ilegal. En tal caso, los trámites burocráticos se reducían bastante.
Por eso estaba esa noche en aquél local de mala muerte, con un vaso de cerveza
en la mano y oteando el mar de cabezas que inundaban el lugar. Había decidido
aceptar el trabajo simplemente porque se le pagaba muy bien y no era algo
demasiado difícil. Construir una nave. Sin permisos, sin preguntas. Simplemente
construirla.
Cuando el cliente se puso en contacto
con él, le aseguró que le pagaría una suma de dinero considerable a cambio de
tener la mercancía lista en dos semanas. Lo único que a Mall le molestaba del
trato era tener que tratar con el cliente. Su forma de hablar, tartamudeando a
cada palabra, le ponía de los nervios. Sin embargo, eran negocios, y poco
importaba la tartamudez de la persona que le iba a pagar por un solo trabajo el
triple de lo que ganaría en condiciones normales.
Alguien se acercó a él, deslizándose
entre las mesas llenas de comensales. Era un hombre de estatura media con una
nariz de rata que echaba para atrás. Pero su aspecto físico era lo de menos. Lo
que quería era que trajera el dinero.
El hombre de la nariz de rata tomó
asiento a su lado y pidió al camarero un vaso de cerveza. Luego se volvió hacia
él.
—¿E-está li-lista? —preguntó
sin cruzar una palabra más.
—Te dije por el
intercomunicador que la tendría terminada para hoy —replicó Mall sin ocultar su
desagrado por la pregunta—. Yo siempre cumplo lo que prometo.
El cliente sacó algo de un
bolsillo interior y lo deposito sobre la barra. Luego lo arrastró dejando un
sonido metálico a su paso.
—Yo ta-también cu-cumplo
lo que prome-meto —declaró cuando Mall cogió el saco repleto de monedas—.
¿Dó-donde está?
El diseñador de naves
sopesó el saco para calcular si estaba todo. Después, tras comprobar que todo
estaba en orden, se levantó y atravesó el local, seguido de su cliente.
Salieron al exterior a
través de una puerta que se balanceaba precariamente sobre sus goznes. Mall
suspiró. Todo el esplendor de Géminis desaparecía en cuanto se ponía un pie en
la zona pobre de planeta. Allí todo era corrupción y podredumbre. Por otro
lado, él tampoco estaba tan lejos de de eso. Al fin y al cabo, había aceptado
un trabajo ilegal.
Su cliente le seguía en
silencio, pocos pasos por detrás de él, con la mirada perdida en el sucio
suelo. Mall aminoró la velocidad para ponerse a la misma altura que él.
—Debes saber que ha habido
un pequeño inconveniente con los propulsores —dijo en voz baja.
—¿A qué te-te
re-refie-eres?
—Me pediste que fueran los
más potentes de la galaxia. Y así lo hice —aclaró—. Instalé los más rápidos.
—¿Y cu-cuál es el
pro-problema?
—Esta mañana he recibido
cierta información privilegiada. La monarquía ha adquirido un nuevo modelo de
propulsor, más potente.
El desconocido emitió un
sonido que Mall interpretó como una risa.
—No te-te pre-preocu-cupes
po-por e-eso. No te-tengo inten-tención de com-competir con-contra la
mona-narquí-quía.
El diseñador de naves
frunció el entrecejo y apretó los dientes, nervioso. Odiaba esa forma de
hablar. Apresuró el paso con la única intención de llegar cuanto antes a su
destino y librarse de ese hombre.
Atravesaron una calle
atestada de mendigos. A lo lejos, se escuchó el sonido de una pelea. Aquella
zona de la ciudad no era la más segura. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que
se traían entre manos, en aquél lugar pasarían más desapercibidos. Mall se apretó
la chaqueta alrededor de su cuerpo y continuó caminando en silencio. Dentro de
poco tiempo estaría en casa, con el cuerpo de su mujer fuertemente apretado
entre sus brazos y varios miles de marcos más rico. Aquél pensamiento acrecentó
su ánimo.
Al fin llegaron al pequeño
callejón que daba directamente a su destino. Era un lugar vacío, con el suelo
lleno de charcos de la lluvia del día anterior e iluminado solo por una triste
farola pegada a la pared derecha.
Tras ellos, Mall escuchó
un sonido. Eran pasos. Y, desde luego, no los estaba confundiendo con los de su
cliente. Notó que su acompañante caminaba más rápido. Apretó los dientes. Sus
sospechas se estaban confirmando. No sabía si los pasos que se escuchaban
estaban relacionados de alguna manera con ese hombre, pero si aceleraba el paso
era porque tenía algo que temer.
—Aquí es —dijo Mall cuando
llegaron frente a la puerta de un garaje. Con un rápido movimiento de la mano,
pasó la tarjeta que la abriría.
Mientras el metal se
deslizaba hacia arriba, el cliente echó un rápido vistazo hacia el fondo del
callejón. Allí, a lo lejos, apareció un grupo de personas que caminaron con
gesto decidido hacia ellos. Mall vio
como su cliente extraía una pistola de debajo de su chaqueta.
—Se-será me-mejor entrar
ya —el tartamudo empujó a Mall hacia el interior del garaje antes de que la
puerta terminara de abrirse.
—Oye ¿qué es lo que pasa? —quiso
saber el fabricante de naves cuando la puerta se deslizó de nuevo hacia el
suelo y ellos quedaron a salvo, al menos de momento—. ¿Quiénes son esos
hombres?
—Te-te di-dije que nada de
pre-pregun-guntas.
—Lo sé, pero esos hombres
se acercan a mi taller y no quiero salir perjudicado.
—Te arriesgas-gaste a esto
cuan-cuando aceptas-taste el tra-trabajo.
Mall suspiró dándose por vencido.
En realidad, su cliente tenía razón. Cuando aceptó el trabajo sabía que era
algo ilegal y, aún así, decidió hacerlo.
—Ahí está —dijo, pulsando
unos botones que activaron todas las luces del local.
Una enorme nave plateada
se descubrió frente a sus ojos. No era muy grande. Apenas para albergar a seis
o siete personas más el piloto. La forma alargada del morro le daba el aspecto
de un águila. Bajo cada una de las alas había dos cañones de rayos que harían
las delicias de la Guardia Monárquica.
—Es pre-preciosa —susurró
el cliente embelesado bajo la imagen de su nave—. El nu-nuevo Heraldo Es-espacial.
Dos golpes sonaron de
pronto en la puerta del garaje. El metal tembló.
—¡Les habla la Guardia
Monárquica! ¡Abran inmediatamente! —ordenó una voz desde el exterior.
—¿Te persigue la Guardia
Monárquica? —Mall chaqueó la lengua y se acercó a su cliente con gesto
amenazador—. Creía que eras traficante o algo así. ¿Por qué no me lo dijiste?
El hombre desvió por fin
la mirada de la nave y clavó sus ojos en los de Mall.
—No pre-preguntas-taste.
Otro golpe. La puerta
volvió a temblar.
—Te-tengo que ir-irme.
—¡Espera un momento! —Mall
dio un paso al frente y agarró de la mano al hombre, que se giró sin oponer
resistencia—. ¿Qué demonios hago yo ahora?
—Di-diles que te o-obligué
a tra-traerme aquí pa-para esca-capar en la na-nave.
—¿Cómo? ¿Y crees que me
creerán?
—Po-por supuesto.
Mall no vio venir el
golpe. El puño de su cliente se estrelló en su rostro, derribándole
inmediatamente. Lo último que vio fue al hombre que acababa de golpearle subiendo
por la rampa de acceso a la nave.
En ese momento, la puerta
saltó en pedazos y un pelotón de la Guardia Monárquica entró en el garaje.
Tuvieron que dar un paso atrás cuando la nave que había en el interior comenzó
a vibrar y la onda expansiva los alcanzó. Inmediatamente, la máquina se alzó en
el aire y ya no pudieron hacer nada por evitar que escapara.
El nuevo Heraldo Espacial
se abalanzó sobre la cristalera que había en la parte más alta de la pared,
rompiéndola en pedazos y volando libre sobre la ciudad de Géminis.
Este relato está ambientado en el universo de mi novela Crónica galáctica: La cabeza de la serpiente. Puedes adquirirlo en El rincón de Carlos Moreno.