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La leyenda de Dareth, príncipe de Aredia

Portada diseñada por Laura Morales


Las nubes se arremolinaban sobre la Torre de Zordrak, oscuras como la noche. Una tenue llovizna mojaba lentamente la túnica negra de Dareth, que observaba la torre con el ceño fruncido. A su lado, la elfa Kimara se apoyaba sobre su bastón de mago blanco, cansada por el largo viaje.
El mundo de Loreana se hallaba en peligro y Dareth, príncipe del Reino de Aredia, había recibido la misión de salvarlo. Muriel, la Reina de la Oscuridad, había regresado y había sumido el mundo en el más absoluto de los caos. Vientos de guerra soplaban desde los cuatro puntos cardinales y, se decía, que en el norte un ejército de monstruos sin nombre se agrupaba para lanzar un ataque que traería consigo la muerte y el dolor.
Dareth había partido de su hogar un año antes, en compañía de su hermana Yamira. Habían atravesado el desierto del Fuego, habían surcado el Mar de la Locura. Había luchado contra Orcos, goblins y otros seres aún más terroríficos. Por el camino habían encontrado y perdido aliados. Uno de ellos era Kimara, la elfa de piel blanca y cabellos oscuros como la noche. La única que se encontraba junto a él en el final de su camino.
—Por fin hemos llegado —susurró la elfa admirando la inmensa llanura que tenía frente a ella. En el centro se erigía la Torre de Zordrak, el lugar en el que Muriel aguardaba el momento de salir al mundo.
Dareth no dijo nada. Sólo comenzó a andar a través de la lluvia sin perder de vista la Torre, con la empuñadura de su espada, de nombre Filo, aferrada fuertemente con su mano, dispuesto a desenvainarla en cualquier momento. Mientras caminaba observó a su compañera. Al principio no se habían caído bien, pero había aceptado su compañía, simplemente porque la necesitaba. Con el tiempo se había dado cuenta de que era una aliada poderosa. Le había salvado la vida en numerosas ocasiones, al igual que él a ella. Ahora, el príncipe no sabía si habría llegado a su destino si no la hubiera encontrado.
Cuando llegaron al pie de la torre, Dareth observó la puerta. Era de oro. Algo que contrastaba con el color negro que teñía el resto de la estructura. Buscó una cerradura, algo con lo que poder abrirla, pero no había nada. Se lo dijo a Kimara, que se acercó lentamente colocándose a su lado, examinando la puerta.
—Quizás yo pueda abrirla —dijo.
Kimara, además de una gran luchadora, era maga. En más de un combate, Dareth la había visto invocar inmensas bolas de fuego y cambiar la climatología a su antojo.
El príncipe se alejó unos pasos de ella para permitirle que se concentrara. La elfa apoyó la cabeza de su bastón en el centro de la puerta y, con los ojos cerrados, musitó unas palabras en el idioma arcano. Una tenue luz grisácea rodeó su cuerpo y la puerta de oro comenzó a brillar. Entonces, en medio de un estallido de luz, la puerta empezó a abrirse lentamente.
Cuando estuvo totalmente abierta, Dareth se acercó a la elfa y posó una mano sobre su brazo.
—Gracias —le dijo—. ¿Cómo sabías las palabras que tenías que decir?
La elfa le miró a los ojos y como sucedía siempre que lo hacía, Dareth sintió que ella era capaz de leer cada uno de sus pensamientos.
—Es un conjuro muy rudimentario —contestó—. No entiendo por qué Muriel no ha puesto alguno más poderoso.
Dareth sonrió.
—Eso significa que aún está débil. Este es el momento perfecto para destruirla.
—Supongo que sí.
Los dos compañeros entraron a través de la puerta y lo que vieron en el interior de la Torre les dejó sin habla. En el centro de la estancia, sobre un montículo hecho con piedra, se hallaba un trono con los reposa brazos con forma de dragón. A ambos lados del montículo se arremolinaban unas escaleras negras que acababan justo frente al trono. El techo se perdía en la oscuridad, en lo más alto de la torre.
Pero no había nada más. Muriel no estaba allí. Habían esperado encontrarla sentada en su trono, pero se había ido. Quizás les había visto venir y había escapado. Dareth maldijo por lo bajo. Si hubieran tenido más cuidado a la hora de atravesar la llanura en la que estaba la torre quizás aquello no habría sucedido.
—¡Maldita sea! —gritó Dareth frustrado—. Ha escapado.
—Yo no estaría tan segura —susurró Kimara.
Entonces el príncipe oyó como la puerta de la torre se cerraba violentamente tras él. Cuando se giró el mundo se le vino abajo. Alrededor del cuerpo de Kimara se arremolinaba una luz oscura. Sus ojos, antes de un azul brillante, se habían tornado rojos como el fuego. Su rostro ya no era el que Dareth conocía. Su expresión amable había pasado a ser la expresión del mal en persona. Y entonces lo comprendió todo. Comprendió por qué la elfa se había empeñado en acompañarle en su viaje. Por qué derrotaba a los enemigos que encontraban con tanta facilidad. Y por qué había abierto la puerta sin ningún problema. Ella era la Reina de la oscuridad. Ella era Muriel.
—Humanos —susurró Kimara con desdén—. Siempre tan confiados. ¿De verdad piensas que te ayudaba por bondad?
—¿Por qué haces esto? —preguntó lleno de ira Dareth, sin poder creer lo que estaba pasando.
—Aún estoy débil, Dareth. Necesito fuerza, necesito poder.
—¿Y por qué me has ayudado? ¿Por qué has luchado junto a mí? ¿Por qué me has traído hasta aquí, si sabes que podría matarte?
Muriel comenzó a andar lentamente, rodeando a Dareth.
—Porque te necesito. Necesito tu esencia. Tu fuerza.
—No puedes quitármela. Y lo sabes.           
La Reina de la Oscuridad soltó una carcajada. Era una risa diabólica, sin sentimientos.
—Quizás yo no. Pero ellos sí.
Extendió una mano y, al instante, cinco criaturas aparecieron de la nada. Tenían forma humana, caminaban a dos patas y se movían de la misma manera. Pero ahí acababa cualquier parecido con la especie humana. Dareth miró con odio a Muriel, la que antes había sido su compañera, su aliada.
—Adiós, Dareth —dijo la Reina de la Oscuridad—. Ha sido un placer viajar contigo.
Muriel se alejó de él, andando con tranquilidad hasta sentarse en el trono. Mientras tanto, las criaturas se habían acercado a Dareth. El príncipe desenvaino a Filo y se lanzó al ataque.
Aparecían y desaparecían sin que pudiera golpearles. Tan pronto como Dareth les atacaba blandiendo su espada, se materializaban tras él y le golpeaban en la espalda. Eran tremendamente rápidas. Lo intentó una y otra vez sin lograr ningún resultado. No podía vencerlas. La ira nublaba su mente y no le dejaba pensar. Se recriminaba a sí mismo el haber confiado en Kimara, haberla llevado hasta allí. Haber dejado que le ayudara. Odiaba a la elfa y, por encima de todo se odiaba a sí mismo por haber desperdiciado la oportunidad de salvar su mundo. Millones de personas, de todas las razas de Loreana habían puesto sus esperanzas en él y les había fallado. Las lágrimas afloraron a sus ojos mientras intentaba, sin éxito matar a las criaturas que le atacaban.
Y entonces, en lo más profundo de su alma, surgió la luz de su inminente destino. Muriel quería su fuerza, su energía. Pero Dareth no estaba dispuesto a dársela y dejar que conquistara el mundo con ella.
Sin pensar, dejó de atacar y miró a la Reina de la Oscuridad con la cabeza bien alta. Las criaturas se detuvieron, desconcertadas ante aquel cambio en la actitud del príncipe. Muriel le observaba inquieta.
—No vas a absorber mi poder, Muriel —dijo Dareth desafiante—. Me has engañado, pero puedo arreglarlo.
—Nada podrá evitar que consiga mi objetivo —declaró Muriel, aunque no estaba del todo segura—. Será mejor que lo asimiles.
—Yo no estaría tan seguro —susurró Dareth como había hecho momentos antes Kimara.
Entonces, ante la atónita mirada de la Reina de la Oscuridad, el príncipe de Aredia clavó su espada en su propio estomago. Primero sintió un lacerante dolor en todo el cuerpo. Después perdió el equilibrio y cayó de rodillas. En esa posición, sintiendo como la vida se le escapaba entre el acero de su arma, vio a Muriel levantarse del trono, solo para retorcerse de dolor. La Reina también cayó al suelo. Escuchó el agudo grito de las criaturas que se deshacían. Muriel intentaba llegar a él, pero era en vano.
—Yo soy la fuente de tu poder —le dijo Dareth mientras su vista se nublaba—.Ya no podrás tenerme.
Entonces, la reina de la oscuridad comenzó a gritar. Dareth vio como su cuerpo se iba volviendo translúcido. Estaba desapareciendo. Lo había logrado. A pesar de su fallo, había logrado enmendarlo.
Cuando Muriel desapareció todo quedó en silencio. El príncipe de Aredia quedó solo con la vista fija en el infinito. Y entonces murió. Murió con una sonrisa en los labios, orgulloso de haber muerto de aquella manera. De haber muerto salvando a su mundo.
           
En el exterior de la Torre de Zordrak las nubes oscuras que habían estado cubriéndolo permanentemente durante un año comenzaron a deshacerse, mostrando un cielo azul y limpio. Las hordas de criaturas sin nombre que había en el norte del país desaparecieron en una explosión de luz. El mundo de Loreana volvió a conocer la paz para siempre.
Cientos, incluso miles de años después, los bardos aún cantan en las posadas y las fiestas en los grandes palacios, la historia de Dareth, el valiente príncipe que se enfrentó a la Reina de la Oscuridad, dando para ello su propia vida.

Relato incluido en la antología de relatos El guardián de la fantasía.
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