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Adelanto de Quinox, el ángel oscuro 2: Las piedras de la decadencia


Portada diseñada por Andrea Saga


Advertencia
No leer si no has leído Quinox, el ángel oscuro 1: Exilio


Comenzaba a llover otra vez. Kirk Torres apretó el paso mientras hundía la cabeza entre sus hombros. Acababa de salir del edificio Turner, en pleno centro de Raven City, después de diez horas de intenso trabajo. Estaba cansado, tenía sueño y encima se estaba mojando. El día no podía terminar peor.
Su vehículo estaba estacionado en uno de los callejones aledaños al edificio. Un callejón que por la mañana parecía un buen sitio pero, en aquellos momentos, de noche e iluminado únicamente por una farola que parpadeaba de manera desquiciante, se le antojaba sombrío y peligroso. Por si eso fuera poco, el aguacero que caía sobre él y llenaba el suelo de charcos, no contribuía a tranquilizarle.
El lugar estaba en silencio. Sólo el sonido de la lluvia y el de sus pies al pisar el agua rompía esa quietud que tan poco le gustaba. Por eso Kirk comenzó a buscar las llaves en su bolsillo antes de llegar al vehículo. Estaba deseando sentarse en el asiento y fumarse un cigarro, mientras escuchaba su emisora de música clásica preferida antes de emprender el camino de vuelta a casa. Necesitaba un momento de relax.
—Mierda —susurró cuando las llaves cayeron al suelo, perdiéndose en el fondo de un charco.
Refunfuñando en silencio, Torres se agachó y rebuscó entre el agua. Siguió protestando mientras su mano derecha y la manga de su chaqueta se empapaban. Odiaba el agua. Sobre todo cuando le caía encima.
Emitió un grito de alegría cuando sus dedos tocaron la lisa superficie metálica de las llaves. Con una expresión de triunfo las sacó del charco y se dispuso a abrir la puerta.
Sin embargo, algo se reflejó en la ventana del vehículo. Kirk se giró sobresaltado, esperando encontrarse cara a cara con un ladrón que quisiera llevarse lo poco que tenía, pero el callejón seguía tan vacío como un momento antes. Con un suspiro de alivio, volvió a centrarse en abrir la puerta. Posiblemente la lluvia y el parpadeo de la farola le habían jugado una mala pasada.
Nada más lejos de la realidad. Esta vez fue el sonido de unos pasos que chapoteaban de manera sinuosa sobre los charcos y el susurro de una respiración lo que le inquietó. Temblando de miedo, Torres volvió la mirada atrás mientras intentaba abrir inútilmente la puerta del coche. Había algo al fondo del callejón. O tal vez alguien. Desde allí no podía distinguirlo, y la verdad es que tampoco tenía intención de quedarse a averiguar qué era.
Por desgracia, lo que él quisiera hacer o no, no importaba, ya que vio como la figura comenzaba a moverse a una velocidad endiablada hacia él. Kirk, presa de los nervios, volvió a perder las llaves en el charco y, aterrorizado, se agachó de nuevo a buscarlas. Pero no tuvo tiempo. La aparición llegó hasta él y, de un golpe, lo mando a varios metros del vehículo.
Cayó como un fardo sobre un charco. Sintió como algunos de sus huesos se quebraban bajo su piel y no pudo continuar moviéndose. Ahora sí podía ver bien a su agresor. Era un hombre alto de cabellos rubios y cortos que se acercaba lentamente a él. Kirk intentó buscar una explicación a lo que estaba sucediendo.
Ese hombre estaba un momento antes al final del callejón, a unos veinte metros por lo menos. ¿Cómo era posible que hubiera recorrido esa distancia en menos de un segundo? Pero no fue eso lo que más le desconcertó. Sus ojos emitían un extraño resplandor rojizo que le atemorizaba. Torres rezó a todos los dioses que conocía aunque, en el fondo, sabía que sería inútil.
Vio como el desconocido se alzaba sobre él, con una siniestra sonrisa en el rostro. También observó, impotente, que su brazo comenzaba a mutar. Se estaba transformando en una brillante y letal hoja de espada.
Lo último que pensó antes de que el acero, que antes había sido carne, le rebanara el cuello fue que sí, que el día podía acabar peor.

Cuando la cabeza de su víctima salió despedida hacia atrás, el asesino esbozó una sonrisa de satisfacción. No sabía cómo lo había hecho. Ni siquiera sabía por qué, pero había cumplido su objetivo.
Se arrodilló junto al cuerpo y rebuscó en el charco que había junto a él. Cuando encontró lo que buscaba volvió a sonreír y lo levantó entre sus dedos. El collar que un momento antes había colgado del cuello de aquél pobre desgraciado, se balanceaba frente a su rostro. Tenía una piedra negraque parecía absorber la luz a su alrededor. No emitía ningún tipo de reflejo y tenía forma de un extraño símbolo que él nunca había visto.
El asesino no sabía qué era. Tampoco sabía por qué tenía tanto empeño en encontrar aquél extraño colgante. Se sentía como una marioneta en manos de algún loco desquiciado. Pero no le importaba. Había encontrado lo que buscaba y eso era suficiente.
Se levantó y miró a su alrededor. Un zumbido en su mente le indicó hacia donde tenía que ir ahora. El siguiente objetivo le esperaba.

* * * *

El Sword Beach, apenas había cambiado en aquellos cinco años. Tal vez las mesas y las sillas, Tom no lo recordaba bien. Pero por lo demás estaba prácticamente igual que antes de irse de Raven City. Las mismas columnas, altas y estrechas; las mismas paredes azul perla; el mismo suelo de baldosas blancas…
Eso sí, la gente abarrotaba la barra y las mesas por todas partes. Había clientes sentados, de pie, haciendo cola en el baño… Randall se alegró de que finalmente el señor Anderson hubiera logrado que el local tuviera éxito. Cuando él dejó la ciudad, el negocio estaba dando sus primeros pasos y él, Jenny y Jake habían encontrado un hogar en él.
Estaba en una inmejorable situación. En pleno paseo marítimo, rodeado de altas y bonitas palmeras y con el infinito mar delante. Más de una noche, Jenny y él habían salido de local cogidos de la mano y habían dado un paseo bajo las estrellas, con el mar frente a ellos, salpicado de las luces de los barcos de pesca que faenaban a esas horas y que seguían el camino del horizonte. Pero eso había sido antes de que ella le dejara por Jake. En otro tiempo, en otra vida…
Tuvo un flash de su nueva vida. Una vida que acabó al morir la mujer que amaba. Meredith había sido asesinada por un hombre que él no tuvo la oportunidad de ver. Su asesino solo era una sombra, un borrón que se le aparecía en sueños. Podía haberse quedado en Las Vegas, buscar a Pete “El rompehuesos” Reinolds y acabar con su miserable existencia. Pero ¿habría sido eso lo que Meredith hubiera querido? Randall lo dudaba. Por eso había vuelto a Raven City. Allí intentaría enmendar su vida.
Tom paseó la mirada por el mar de cabezas que inundaba el Sword Beach, esperando encontrar la melena color azabache de Jenny. Sin embargo no podía verla. Sonrió, sintiéndose como un estúpido. ¿Acaso no habían crecido? Era lógico que no estuviera allí. Tal vez se había casado con Jake y en aquellos momentos estaban en una bonita casa a las afueras de la ciudad, descansando del trabajo o haciendo el amor.
Sin saber por qué, aquél pensamiento le dolió. Tal vez, a pesar de lo sucedido días antes, seguía sintiendo algo por Jenny. Se calmó a sí mismo diciéndose que era lógico, que dónde había habido fuego, quedaban brasas. O al menos, eso decían.
Randall se giró para salir del local, apartando de su mente aquellos pensamientos. Se sentía mal por estar celoso, teniendo la muerte de Meredith aún tan fresca. Suspiró. Ahora no sabía qué hacer. Desde que llegó a Raven City dos días antes había estado posponiendo el momento de ir al Sword Beach, convencido de que allí encontraría a sus amigos. Pero ahora que sabía que no estaban no sabía dónde buscar. La mañana anterior había ido a casa de Jenny, pero le recibió alguien que había comprado la casa hacía un par de años. No sabía nada de la antigua inquilina.
Pensó en volver a la habitación que había alquilado el día que llegó, en un motel de mala muerte en las afueras de la ciudad, pero desechó la idea. No tenía ganas de encerrarse allí y ver pasar el tiempo, tumbado en la cama y sin nada que hacer.
Por suerte algo le hizo detenerse antes de salir del lugar. La puerta del local se abrió y apareció una mujer. Su cabello negro se revolvió un poco a causa de una ráfaga de viento en el exterior y sus ojos marrones se clavaron un instante en Tom. Luego, bajó la cabeza y se adentró en el bar.
Él se giró y la siguió con la mirada. Era ella pero no le había reconocido. Suponía que cinco años eran suficientes para olvidar el rostro de alguien. Y más cuando no se había tenido ningún tipo de contacto. La siguió de nuevo hacia el interior del local para ver como la muchacha se sentaba en uno de los asientos que flanqueaban la barra. Un camarero le sirvió un refresco y ella, con la mirada perdida y una expresión de derrota que a Tom no le gustó nada, se puso a ojear un periódico. ¿Qué le pasaba?, se preguntó Randall. Tenía una expresión de tristeza que, cinco años antes, no estaba allí.
Dio un paso al frente y se colocó justo tras ella. Con solo alargar la mano podría tocar su cuello, adornado por un colgante. En el camino de Las Vegas a Raven City había fantaseado con el momento en que se encontraran de nuevo. No había sabido nada de ella en todo aquél tiempo. Lo último que sabía era que estaba saliendo con Jake. ¿Se habrían casado? Eso lo averiguaría en breve.
Lo que le preocupaba era qué diría él mismo. Pensaba que sería capaz de contarle todo lo sucedido, de decirle que los últimos años habían sido los peores de su vida, que la había echado de menos y que el amor de su vida había muerto. Creía que podría decirle a qué se había dedicado en Las Vegas y que no era el mismo que se había ido cinco años atrás. Pero conforme se acercaba, supo que no sería capaz de decirle todo eso. En vez de ello, solo pudo saludar:
—Hola, Jenn.
Ella levantó la cabeza, apartando la mirada del periódico que estaba mirando. Luego, poco a poco, como si temiera lo que se iba a encontrar, se giró. Estaba preciosa. Su cabello negro, recogido en un moño, dejaba caer unos pequeños tirabuzones sobre sus mejillas. Tom se fijó en que su piel estaba más blanca, casi cenicienta. El collar negro que colgaba de su cuello y que contenía una piedra que representaba una especie de runa, también negra, hacía un extraño contraste con el color de su carne. Pero, aún así, era hermosa como un amanecer en la playa.
—¡Tom! —exclamó en voz baja, mientras le miraba, de la misma manera que miraría a un fantasma—. ¡Has vuelto!
—Tarde o temprano tendría que hacerlo ¿no? —contestó él con una sonrisa—. Te he echado mucho de menos.
En un momento se habían fundido en un abrazo. Él la apretó con fuerza entre sus brazos y ella apoyó la mejilla en su pecho. Aspiró el olor de su cabello, un olor que creía olvidado. Entonces supo que no había dejado de quererla. Tal vez no fuera lo mismo que cinco años atrás, pues los sucesos de Las Vegas y la muerte de Meredith le habían marcado, pero, en el fondo, Jenny siempre había estado presente.
—¿Cómo estás? —quiso saber el joven, apartándose de ella. Le preocupaba el aspecto de la muchacha. Tenía los ojos hinchados y los rodeaba una ligera aureola oscura. Además, estaba delgada, demasiado delgada.
—Bien. Un poco cansada, pero bien.
Le estaba mintiendo, comprendió Tom. Él sabía que le pasaba algo, pero decidió dejarlo por el momento. Hacía cinco años que no se veían y no iba a atosigarla con preguntas.
—¿Has venido para quedarte? —preguntó ella.
Él hizo una mueca. Había llegado a Raven City para comenzar una nueva vida, pero conforme hablaba con Jenny, sentía que sería un error. El día anterior, recorriendo las calles de la ciudad, se dio cuenta de que sería duro vivir allí. Enterró el maletín con el dinero bajo un árbol, en un bosque que se extendía al norte de la ciudad. Era a ese mismo bosque dónde él y sus padres iban a hacer un picnic cuando él era pequeño, antes de que murieran. Luego, mientras buscaba a sus amigos, había pasado por la tienda de comestibles donde, muchos años antes, él le había regalado a Jenny un anillo de juguete. Cuando seamos mayores, nos casaremos, le dijo en aquellos momentos. No, había demasiados recuerdos, demasiado dolor entre aquellas calles. Tal vez sólo debiera quedarse unos días y comenzar de nuevo en otra ciudad.
Sin embargo, cuando contestó, no fue capaz de decirle a la chica sus pensamientos:
—Es posible —mintió—. He venido porque tenía ganas de veros. ¿Qué tal Jake?
Ella esbozó una sonrisa llena de tristeza y bajó la mirada mientras agarraba el vaso de refresco. En ese momento, Tom vio que en su dedo había un anillo. Comprendió que Jenny estaba casada.
—Pregúntale tú cuando lo veas. Yo llevo ya dos días sin verle.
—¿No os va bien?
—Sí, sí que nos va bien pero… su trabajo le quita demasiado tiempo. A veces pienso que me casé yo sola.
—No te preocupes — intentó consolarla poniendo una mano sobre su hombro. Esa había sido una de las razones por las que la había perdido. No sabía cómo reaccionar ante una situación así. Por eso ella le había dejado por Jake, que le ofrecía todo lo que él no era capaz de darle. Era curioso cómo, después de cinco años, se habían cambiado los roles—. Seguro que no es nada.
—Se pondrá muy contento cuando te vea. Te ha echado mucho de menos.
—Yo también a vosotros.
Tom  no quiso seguir preguntando. El tono de voz de Jenny le indicaba que la muchacha lo estaba pasando mal. Por otro lado, no sabía qué decir. Habían sido muchos años sin saber nada el uno del otro. Su mirada se dirigió hacia el periódico que ella estaba ojeando cuando Tom apareció.

“LLAMA BLANCA VUELVE A ACTUAR”

—¿Qué es Llama Blanca? —preguntó, más para distender la situación que por interés.
Ella levantó el periódico y repasó las primeras líneas del artículo con gesto ausente.
—Esta historia te gustará, Tom. Han ocurrido cosas muy raras en Raven City desde que te fuiste. Ahora tenemos nuestro propio justiciero.
—¿Justiciero?
—O justiciera, aún no se sabe muy bien. El caso es que se dedica a detener a criminales y proteger a los ciudadanos de la ciudad. No sé si es valiente o está loco.
—Tal vez sólo intente marcar la diferencia —comentó él.
—A lo mejor nunca lo sepamos —Jenny dio un último trago al refresco de cola que estaba bebiendo y se levantó—. Tengo que irme, Tom. Me alegro mucho de que hayas vuelto. ¿Volveremos a vernos?
—Seguro que sí. Estaré al menos unos días por aquí.
—Le diré a Jake que has venido. ¿Por qué no vienes a cenar una noche?
—Me encantaría. Me alojo en el Sunset Strip. Déjame un mensaje allí.
—Lo haré —la muchacha volvió a abrazarle y él la besó en la mejilla.
—Y no te preocupes —le susurró al oído—. Todo se arreglará.
Tras dedicarle una última mirada con esos enormes ojos oscuros que tenía, Jenny se giró, haciendo hondear su melena negra. El muchacho observó sus formas sinuosas mientras ella atravesaba el local hacia la puerta de salida.
Su reencuentro no había sido como él había esperado. Sonrió con desgana. ¿Qué esperaba? ¿Qué Jenny se abalanzara sobre él y le dijera que no había podido vivir sin su presencia? Fue Tom el que se marchó de la ciudad y no mantuvo contacto con nadie. Era lógico que ella se mostrara fría y distante. Pero no pudo evitar pensar que parte de esa frialdad se debía a que no le iba bien con Jake. Al parecer, su marido pasaba más tiempo trabajando que con ella.
Por desgracia, él no podía hacer nada. Perdió su derecho a inmiscuirse en las vidas de sus amigos cuando se marchó. Ahora, se encontró a sí mismo deseando arreglar aquellas relaciones; deseando ayudarles. Quizás, después de todo, no sería mala idea quedarse en Raven City.

* * * *

Su siguiente objetivo estaba cerca. El zumbido en su cabeza así se lo indicaba. De hecho, había dos. Le costaba trabajo diferenciar uno de otro, pero podía notarlos. Había aprendido a calcular la distancia dependiendo del grado de sensación que tenía. A cada paso que daba, uno de los zumbidos se intensificaba y el otro disminuía. Calculaba que el que más cerca tenía se hallaba situado a unos veinte metros. El otro estaba más lejos, quizás a unos doscientos.
Paseó la mirada por la calle en la que se encontraba. Era día de fin de semana y aquél lugar se encontraba repleto de viandantes. Personas como la que había matado la noche anterior. Había sido tan fácil, tan… divertido. No sabía de dónde venían sus poderes, ni por qué tenía la necesidad de matar a esas personas y arrebatarles el collar que llevaban. Pero lo cierto era que estaba disfrutando.
El colgante que le había robado a su primera víctima aún descansaba en el bolsillo derecho de sus pantalones vaqueros. En su cerebro, tenía la obligación de proteger esa piedra negra con su vida si hacía falta. Nada debía alejarle de ella, nadie podía hacerse con el objeto.
El zumbido creció de repente, haciendo que tuviera que cerrar los ojos, sorprendido. El objetivo estaba cerca, muy cerca. Alguien tropezó con él, justo cuando la sensación había llegado a cotas inimaginables.
—Disculpe —dijo una voz a su lado.
Cuando abrió los ojos se giró para mirar a la persona que había hablado. No podía verle la cara, pero el uniforme verde era inconfundible. Era la guardabosques del parque que había al norte de la ciudad. Ella era el objetivo.
Con una sonrisa de triunfo, comenzó a seguirla. A cada momento que pasaba estaba más cerca de cumplir su misión. Fuera cual fuera.

* * * *

Pete “El rompehuesos” Reinolds apretó la uña con más fuerza. Le dolía, pero encontraba cierta satisfacción en ese dolor. Poco a poco, fue hundiendo el dedo en la pared de la celda hasta señalarla con una ralla. Ya era la tercera que dibujaba de esa manera. Una por cada día que llevaba en prisión. Ignoraba cuantas más tendría que grabar antes de escapar. Porque escaparía, de eso estaba seguro.
En la litera de abajo, su compañero de celda roncaba como un energúmeno. Pete había tenido más de una vez la tentación de bajar hasta el suelo y apretar, con sus manazas, el minúsculo cuello de Raimond Smith, condenado por asesinato y robo a mano armada. Pero en esos momentos se obligaba a cerrar los ojos y serenarse. Matar a otro presidiario no le convenía. Al menos de momento.
Además, por otro lado, había algo en él que le intrigaba. Cuando no roncaba, hablaba. Y sus palabras parecían sacadas del guión de una mala película de terror. Cosas como «el fin se acerca» o «y la oscuridad teñirá la luz» salían de su boca casi constantemente. Pero no fueron esas frases las que despertaron el interés de Pete. Fue algo que había dicho la noche anterior. En medio de una retahíla de palabras y frases sin sentido, “El rompehuesos” había distinguido algo: «… los eternos volverán…».
Cuando Pete escuchó aquello, saltó de la cama y cayó frente a Smith, que dormitaba en el colchón de abajo. No sabía por qué, pero esas palabras provocaron algo en su mente que le produjo interés. Necesitaba saber de qué estaba hablando, quienes eran esos eternos que volverían.  Lo zarandeó, le gritó y le golpeó en el rostro, pero fue inútil. Su compañero parecía estar en trance y nada era capaz de despertarlo.
A la mañana siguiente, le preguntó por lo sucedido y por los eternos en concreto.
—¿De verdad dije eso? —fue la escueta respuesta de Smith—. No lo recuerdo. Lo siento.
Aquellas palabras frustraron a Pete, que golpeó lleno de ira la pared. Tan fuerte que sus puños se llenaron de sangre y mancharon la pintura de rojo.
La noche siguiente fue igual. Raimond volvió a hablar de oscuridad, de luz y de eternos. Pero esa vez el hombretón no hizo nada. Por alguna razón sabía que no obtendría respuestas. Quizás fuera mejor esperar. Allí en la cárcel, si algo tenía era tiempo. Tiempo para averiguar de qué hablaba su compañero y tiempo para fraguar su venganza contra Tom Randall.
Lo que Pete “El rompehuesos” no alcanzaba a imaginar era que ambos objetivos estaban estrechamente unidos.

* * * *

—No sé qué pensaríais de mi si me vierais —musitó Tom frente a la tumba de sus padres—. Desde que os fuisteis he sido un desastre. Todo ha ido de mal en peor.
Una ligera brisa barrió las hojas muertas que revolotearon alrededor de él, como si fuera una respuesta de sus padres del más allá. Allí, al norte de la ciudad, en la falda de la sierra que la rodeaba, las temperaturas descendían un poco y el muchacho metió las manos en los bolsillos de su chaqueta. Las dos pequeñas flores que había puesto sobre la tumba temblaron un poco.
Al morir su madre asesinada a sangre fría, poco antes de que él se fuera a Las Vegas, Tom había querido que sus restos descansaran junto a los de su padre. Allí estarían para siempre juntos. Una pequeña lágrima recorrió la mejilla de Randall al recordar aquél fatídico día.
Antes no lloraba. El tiempo pasado en Las Vegas había endurecido su corazón de tal manera que no sentía tristeza ni pena por nada. Hasta que llegó Meredith. Ella rompió la coraza con la que había rodeado su alma.
El día que ella fue atacada y casi violada por unos sicarios que Pete “El rompehuesos” había contratado para matarle a él, las puertas de su corazón se abrieron y un torrente de sentimientos salió de ellas. Desde entonces había vuelto a llorar en varias ocasiones. En el autobús en el que viajó de Las Vegas a Raven City, al mirar hacia un lado y comprobar que Meredith no estaba con él; y también en la soledad de la habitación de motel en el que se había alojado al llegar allí. Por las noches, cuando despertaba acosado por pesadillas, encontraba sus mejillas y la almohada húmedas.
—Pero cambiaré —dijo mientras se enjuagaba las lágrimas con las manos—. Os prometo que estaréis orgullosos de mí.
Tras decir esto, Tom se giró y comenzó a caminar entre las tumbas que salpicaban el cementerio. Era un lugar muy bonito, repleto de hermosos árboles que en esa época estaban en flor. Se sentía en paz al respirar la tranquilidad que había allí. De alguna manera, estar cerca de sus padres le sosegaba.
Pero no podía quedarse en el cementerio mucho tiempo. Tenía cosas que hacer. Para empezar, ir a comprobar que la maleta con el dinero que había traído de Las Vegas seguía en el mismo sitio en el que lo había enterrado. No se atrevía a dejarlo en la habitación del motel, pues alguna limpiadora podía encontrarlo y se vería metido en problemas. Para hacerlo, usó el mismo proceso que para enterrar a Meredith. Con su poder de telequinesis hizo que la tierra vibrara y saliera despedida hacia los lados. En el agujero resultante metió la maleta y luego, volvió a dejar la tierra en su sitio. Con la telequinesia podía ejercer más fuerza que manualmente, con lo cual la tierra quedaba perfectamente lisa después de toda la operación.
Tras cruzar la puerta principal del cementerio, Tom salió de la carretera y se internó en el bosque, no sin antes mirar que no le viera nadie. No le convenía levantar sospechas. Por suerte aquél día, la zona no estaba muy concurrida y pudo escurrirse sin problemas.
El ataque llegó justo cuando estaba llegando al árbol bajo el que estaba el maletín. Primero escuchó el sonido de unos pies que pisaban los arbustos. Parecían correr. Se giró sobre sí mismo, buscando el origen de los pasos. A lo lejos vio a una mujer vestida de verde seguida por algo más. No habría podido decir qué era. Era tal la velocidad a la que corría el perseguidor que Tom no pudo distinguir si era un ser humano o algún animal salvaje.
Fuera lo que fuese dudaba que guardara buenas intenciones hacia la mujer, así que Randall se lanzó a la carrera. Tuvo que apartar algunos arbustos de su camino para poder seguir el ritmo. Tropezó varias veces, arañándose el rostro con unas espinas. Por suerte, su curación instantánea trabajo con efectividad y sus heridas sanaron inmediatamente.
De pronto, un grito resonó entre los árboles del bosque. Tom se detuvo al llegar a un claro en el que la luz del sol entraba a raudales. En el centro, la mujer, que identificó por su uniforme verde, como una guardabosques, se arrastraba entre las marañas con la pierna ensangrentada. Debía haber caído y tropezado con algún tronco en el  suelo. Frente a ella se alzaba un hombre rubio de cabellos cortos. Se acercaba a su víctima con una sonrisa de triunfo en los labios.
—Eh, capullo —gritó Tom, irrumpiendo en el claro—. ¿Por qué no te metes con alguien que pueda darte un buen par de puñetazos?
El perseguidor giró la cabeza al escuchar aquellas palabras. Cuando lo hizo, Randall no pudo evitar dar un paso atrás. Sus ojos emitían un extraño fulgor rojizo que él no había visto nunca.
—Vete —le ordenó—. Esto no es asunto tuyo.
Recuperado de la sorpresa inicial, el muchacho dio un paso al frente y alzó una mano para usar su poder.
—Creo que sí que es asunto mío.
Sin pensarlo dos veces, invocó su telequinesis para enviar al desconocido lo más lejos posible. Las hojas que había alrededor de su objetivo se movieron, incluso la guardabosques reprimió un grito de dolor cuando su cuerpo se deslizó unos centímetros. Pero el hombre de los ojos rojos continuó clavado en su sitio.
—¿Qué coño pasa? —se preguntó Tom mirándose las manos.
No pudo hacerlo mucho tiempo, pues el desconocido apareció de pronto frente a él.
—Debiste haberte ido —le dijo antes de propinar un sonoro golpe a Tom que le envió directo hacia el tronco de un árbol, que crujió bajo su peso.
Randall meneó la cabeza para espabilarse. Sintió que una herida en su espalda se curaba pero se sorprendió al comprobar que no se había hecho daño. Y el golpe que ese hombre acababa de darle había sido gordo. ¿Acaso la resistencia era otro poder que no había contemplado?
Decidió pensar en ello más adelante, pues su enemigo se acercaba de nuevo a la muchacha, que intentaba alejarse de él arrastrándose por el suelo.
—¡Aún no has acabado conmigo, gilipollas! —Tom gritó para llamar su atención.
El hombre volvió a girarse y le miró con expresión de fastidio. Randall alzó ambas manos y se concentró. Lo árboles volvieron a moverse, empujados por un aire que en realidad no existía. Pero el de los ojos rojos continuó caminado hacia él.
—¿Qué cojones pasa contigo? —preguntó el joven dando un paso atrás, asustado por primera vez en mucho tiempo—. ¿Por qué no vuelas?
Apenas vio venir el golpe. El puño del desconocido se estrelló en su estomago doblándolo sobre sí mismo. Luego, un nuevo puñetazo en el rostro lo lanzó en el aire y volvió a estrellarlo contra un tronco que sobresalía del suelo, esparciendo a su alrededor montones de hojas resecas.
Esta vez las heridas de su rostro y de sus brazos tardaron más en curarse. Tom intentó levantarse, pero su vista se nublaba y le dolía todo el cuerpo. Al final iba a ser que no tenía el poder de la resistencia, pensó. Pero se equivocaba. Milagrosamente, todo el dolor fue desapareciendo poco a poco. Su vista se aclaró y consiguió incorporarse.
Por desgracia, no se recuperó a tiempo. El hombre de los ojos rojos había vuelto con la mujer y la tenía agarrada del cuello. La levantaba en el aire como quien levanta una de las hojas que les rodeaba. Luego, sin que Tom pudiera hacer nada la lanzó contra el suelo, haciendo que a su alrededor se desperdigaran trozos de tierra y piedras.
—¡Nooo! —Randall gritó al tiempo que daba un salto hacia delante y corría dispuesto a derribar a aquél bastardo.
Justo cuando estaba junto a él e iba golpear, el desconocido se giró y con una velocidad endiablada, golpeó con el revés del puño. Randall salió despedido y quedó tendido en el suelo incapaz de moverse.
—Ya está bien —la voz del hombre de ojos rojos resonó en el bosque como un trueno.
Se acercó a Tom, que seguía sin poder moverse, y este vio algo que no habría imaginado ver nunca. El brazo de su atacante estaba mutando. La carne se estaba convirtiendo poco a poco en una especie de metal maleable, hasta tomar la forma de una espada.
El arma se descargó sobre él. Tom movió la cabeza esquivando el golpe por poco y arrastró la pierna hasta tropezar con las de su enemigo. El desconocido, pillado por sorpresa, cayó hacia atrás y dio con sus huesos contra el suelo. De un salto, Randall se puso en pie y se alejó de él.
Se permitió un momento para pensar. Al parecer sus poderes no le hacían efecto a ese hombre. ¿Por qué? Era la primera vez que se encontraba con algo así y estaba completamente desconcertado. Por si eso fuera poco, su brazo se había convertido en una espada de metal pulido. ¿Quién demonios era? O, mejor dicho, ¿qué demonios era? Y además, era rápido y fuerte como un condenado. Sea lo que fuere, Tom estaba seguro de que no era de este mundo. Y también estaba convencido de que no lograría derrotarle.
Mientras pensaba, el desconocido se había levantado y se acercaba con paso a firme a él, pasando por encima de troncos y arbustos. La luz del sol, que se filtraba a través de las hojas de los árboles, iluminaba de vez en cuando esos ojos rojos que tanto le perturbaban.
Randall alzó las manos e invocó su poder. Pero esta vez su objetivo no era el hombre que se acercaba a él. Esta vez fue un tronco tirado en el suelo lo que levantó el vuelo y atravesó el aire. El hombre de los ojos rojos no hizo apenas un movimiento. Solo giró levemente la cabeza y alzó una mano. El tronco se partió en dos cuando se estrelló contra su brazo.
—No me lo puedo creer —musitó el muchacho por lo bajo—. ¿De dónde coño has salido tú?
El golpe que volvió a derribarle llegó de repente. Randall sintió un lacerante dolor en el estomago cuando el puño de su enemigo aplastó su carne. Se quedó sin aire y se dobló sobre sí mismo, incapaz de moverse. Su curación instantánea funcionaba rápido, pero la resistencia al dolor, si es que realmente la tenía, parecía que tardaba un poco más.
El sol se reflejó en la hoja de espada que antes había sido el brazo del desconocido. Tom hinchó las narices, enfadado. Había vuelto a Raven City sólo para morir trinchado por un hombre de ojos rojos que ni siquiera conocía. No era ese el retorno que había esperado.
La espada volvió a descender. Esta vez, incapaz de mover un solo músculo, cerró los ojos y esperó resignado el corte que acabaría con él. Pero ese corte nunca llegó. Fue sustituido por un golpe y el sonido de un forcejeo.
Cuando volvió a abrir los ojos vio que alguien había aparecido en el claro del bosque. Era una mujer. Estaba de espaldas y Tom no podía ver su rostro, pero iba vestida con un top negro que dejaba parte de su cintura al aire y unos pantalones cortos de licra que se ajustaban perfectamente a sus formas.
La recién llegada había golpeado al hombre de la espada y lo había lanzado varios metros en el aire. En aquellos momentos se acercaba a su víctima a gran velocidad. Tom vio como peleaban. La mujer se movía bien, esquivando los tajos con los que el otro intentaba partirla en dos. En un momento dado, el hombre de los ojos rojos la golpeó en el estomago y ella salió despedida hacia atrás. Haciendo una pirueta en el aire logró caer de pie.
Entonces hizo algo que nunca habría imaginado ver en su vida. La desconocida extendió una mano y, poco a poco, una luz apareció en la palma, creciendo hasta convertirse en una bola de fuego. Tras esbozar una enigmática sonrisa, la muchacha impulsó su mano hacia adelante y la esfera salió despedida.
El hombre que había atacado a la guardabosques dio un salto, dejando que la bola continuara su camino hasta estrellarse contra un árbol y desintegrarse.
Algo se escuchó entre la maleza del bosque. Alguien, alertado por los sonidos de la batalla, se acercaba gritando. Tom, aturdido por los golpes y por todo lo que estaba viendo, no alcanzaba a distinguir qué decían. Pero suponía que preguntaban si, quien quiera que fuera quién estaba montando semejante jaleo, estaba bien.
La mujer y el desconocido se observaron un momento, como si no supieran qué hacer. Luego, el hombre de los ojos rojos miró a un lado e hizo ademán de acercarse a la guardabosques, pero la recién llegada se colocó en medio de un salto. Volvieron a mirarse y, cuando los gritos de los que se acercaban se hicieron más audibles, la espada volvió a convertirse en un brazo y el desconocido se alejó corriendo.
La mujer que le había salvado dirigió su mirada hacia él y entonces, pudo verla mejor. Era preciosa. Tenía un cabello rojo como el fuego, que enmarcaba un rostro de piel morena y ojos azules. Aquél contraste de colores la convertía en un ser hermoso y excitante. Parecía tener más o menos su edad y se movía con actitud felina. Aquella mirada que ella le dirigió le turbó hasta lo más hondo de su alma. No sabía qué tenía, pero no podía apartar la mirada de ella.
La muchacha se desentendió de él y se agachó junto a la guardabosques. Posó un dedo en el cuello de la mujer y sonrió. Luego, sin perder esa hermosa sonrisa que mostraba unos perfectos dientes blancos, se alejó en la misma dirección que el hombre de los ojos rojos.
Tom no pudo hacer otra cosa que quedarse allí plantado, confundido por lo que acababa de ver. Sus heridas se habían curado y el dolor de los golpes había desaparecido. Únicamente algunas manchas de sangre adornaban su rostro y su ropa.
Cuando consiguió reaccionar, Randall se acercó a la guardabosques. Parecía respirar. Suspiró aliviado.
—¡Policía! ¡Levante las manos! —gritó de pronto una voz a su espalda.
—¡Gírese lentamente y aléjese de la mujer! —ordenó otra.
—Mierda —susurró Randall mientras obedecía.
Cuando se dio la vuelta vio a dos hombres vestidos con el uniforme de la policía que le apuntaban con sus armas. Podía librarse de ellos con solo mover un brazo, pero no era esa la manera de comenzar una nueva vida más honesta. Así que hizo lo que le pedían y se alejó de la guardabosques con los dedos de las manos enlazadas tras la nuca.
Sabía lo que parecía la escena. Él al lado de una mujer inconsciente con visibles signos de golpes y medio aplastada en el suelo, y nadie más alrededor. Apretó los labios, contrariado. El hombre de la espada y la tía buena pelirroja le habían hecho una buena jugarreta, pensó.

Lejos de allí, al otro lado del bosque, una figura corría a toda velocidad entre los árboles. Había logrado dejar atrás a la mujer que se había enfrentado a él y ahora ya podía permitirse aflojar el paso, pero no quería. Los poderes de los que gozaba ahora le habían vuelto alguien arrogante. Pero le gustaba. Le hacían sentirse vivo. Sin embargo, esa mañana había descubierto que no era del todo invencible.
El hombre que había intentado detenerle no había sido un problema. Tenía poderes también, pero no tan poderosos como los suyos. Y lo habría matado de no ser por la mujer que había aparecido después. Ella sí había sido una complicación y le había impedido cumplir con su objetivo. El colgante que buscaba seguía en el cuello de su objetivo.
El zumbido en su cabeza le indicó que su víctima se estaba alejando. Posiblemente la llevaban al hospital. Lo cierto era que poco le importaba. Podía localizar ese collar donde y cuando fuera.
La otra sensación, la que le indicaba donde estaba su otro objetivo, le decía que estaba al otro lado de la ciudad. Podía ir en aquél mismo instante y cogerlo, pero prefirió esperar a recuperar el de la guardabosques. Siempre había sido un hombre metódico que seguía su agenda a pies juntillas. En aquellas circunstancias ni iba a ser menos.
Y su agenda y su orgullo le decían que antes tenía que coger el collar que acababa de perder. Al fin y al cabo, tenía todo el tiempo del mundo.

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