Capítulo 0
Raven City
Hace dos años
—¡Tobbi!
Jared apartó la gruesa rama de un árbol para poder pasar por
donde segundos antes su labrador color marrón se había escabullido. Siempre
hacía lo mismo. Empezaba el paseo muy bien y luego, en cuanto olía algo que le
llamaba la atención, se despistaba.
—¡Tobbi, ven aquí! —volvió a llamar.
No sabía por qué, pero le había parecido buena idea sacar a
pasear a Tobbi ese día. Ahora ya no estaba tan seguro. Con lo que estaba
pasando en la ciudad, tal vez lo mejor hubiera sido quedarse en casa. Ya
recogería sus destrozos cuando los hiciera
No, qué va. La razón por la que había decidido dejar a Jane
sola en casa un día como aquel y llevarse a Tobbi a dar su paseo matutino no
era otra cosa que el morbo.
Conocía un lugar en el bosque, cerca de su casa. Un lugar lo
suficientemente apartado para no correr peligro, desde el que ver todo lo que
estaba pasando. Necesitaba verlo, necesitaba grabarlo. Sería una buena forma de
conseguir seguidores en Instagram. Porque le hacía falta. ¿Solo cien, Jared?
¿En serio? Puedes hacerlo mejor.
Allí estaba Tobbi, olisqueando un trozo de tierra. A saber
qué estaría detectando ahí. Cuando se aseguró de que el perro estaba
entretenido y que no se iría por ahí a hacer Dios sabe qué, Jared se giró.
Tobbi había ido a pararse justo donde él quería ir. Desde
allí tenía una increíble panorámica de Raven City. Era una de las ventajas de
vivir a las afueras, en esa cara urbanización de las montañas. Por las noches,
las vistas eran geniales, casi románticas, diría Jared, con los altos edificios
del centro alzándose sobre los más pequeños, todos ellos iluminados. Con las
luces de los coches arrastrándose metros más abajo, como pequeñas hormigas
luminiscentes.
Pero ese día la imagen no era esa. De hecho, no tenía nada
que ver. Jared ya la había visto por la televisión, pero verla así, en
directo... Le dio un vuelco el corazón. Ya no había edificios pequeños. Ahora
solo eran diminutos trozos de hormigón destruido. Los edificios grandes también
habían sufrido daños, faltando trozos de cúpulas o incluso secciones enteras.
Los coches habían dado paso a vehículos de la policía, ejército y bomberos. Y
las columnas de humo. Jared contó quince grandes y luego otro montón más
pequeñas. Raven City había quedado semidestruida.
Levantó el móvil y pulsó el botón de grabar vídeo en
directo. Primero se enfocó a sí mismo. Seguro que si empezaba con un plano suyo
y luego pasaba al plano general de la ciudad, el vídeo sería más impactante.
Por la pantalla, con la cámara frontal activada podía ver a Tobbi olisquear el
suelo. No le importó.
—¡Buenos días, amigos! —comenzó intentando dar a su voz un
tono grave, como había visto hacer en la televisión. Ni demasiado serio ni
demasiado formal. Pero tampoco demasiado alegre. Al fin y al cabo estaban
hablando de una catástrofe—. Supongo que sabréis lo que ha pasado esta mañana
en Raven City, ¿verdad? Al parecer unas columnas de humo verde han invadido
toda la ciudad. Los medios todavía no hablan de víctimas, pero supongo que más
de una habrá. Desde donde vivo puedo ver toda la ciudad y es... ¿Tobbi? ¿Qué
haces?
Por la cámara, Jared vio que el perro daba un saltito hacia
atrás y emitía un ligero gruñido. Percibió la tierra moverse delante del
animal.
—¿Qué es eso?
Intrigado, Jared cambió la cámara del móvil a la frontal y
enfocó a su mascota.
—¿Qué pasa, Tobbi? —volvió a preguntar, esperando
estúpidamente que el animal le contestara.
Tampoco hizo falta que lo hiciera, porque el montículo de
tierra comenzó a moverse. Al principio solo fue un temblor, pero después se
convirtió en una especie de respiración. Subía y bajaba, subía y bajaba. Como
si la tierra respirara.
De la tierra surgieron primero dos dedos, que se abrieron
paso hasta que aparecieron otros tres. La mano se dobló, apartando la tierra a
un lado.
Aterrorizado, Jared dio unos pasos hacia atrás y tropezó con
la raíz de un árbol. Cayó al suelo de culo y su móvil salió volando a unos
centímetros de él.
—Joderjoderjoderjoder, ¿qué es eso? ¡Tobbi! ¡Ven! ¡Ven aquí!
El animal, obediente por una vez en su vida, correteó hacia
él y le olisqueó la cara para comprobar que estaba bien, pero sin dejar de
mirar de reojo la mano que seguía surgiendo de la tierra.
Ahora también habían aparecido un brazo y otros cuatro
dedos. Para Jared estaba claro lo que estaba pasando. Lo sucedido en Raven City
tenía que haber tenido algún efecto. Y ese efecto era evidente: zombis. Y ese
que él estaba viendo era el primero de ellos. Tenía que volver a casa con Jane,
cerrar las ventanas y las puertas y esperar que todo pasara. Eso era lo que
tenía que hacer. Buscó a tientas el móvil y, en cuanto lo encontró, se levantó
y salió corriendo, seguido por Tobbi.
Unos metros más atrás, una figura lograba salir por completo
de debajo de la tierra.
En un lugar olvidado
Un remolino de arena se revolvió entre los pies de la mujer.
Cerró los ojos y aspiró el aire caliente del desierto. Era curioso, pensó para
sí misma. Ir al mismo lugar donde comenzó todo. Donde tantas y tantas criaturas
habían sido creadas con el único objetivo de crearla a ella. Ese era el lugar
idóneo para hacer lo que se proponía hacer.
No había nada a su alrededor, excepto dunas y arena, arena y
dunas. Ni un árbol, ni un ser vivo excepto ella en cientos de kilómetros a la
redonda. A lo lejos se adivinaba una enorme pared de arena. Una tormenta.
Tendría que darse prisa en realizar el conjuro que se proponía hacer, pero se
permitió un instante más para relajarse.
Al fin y al cabo, iba a suicidarse.
Algunos rostros tomaron forma en su mente. El de un joven de
cabello largo y mirada pícara; el de otro muchacho, casi un niño, vestido con
una armadura azul, planeando sobre una ciudad después de impulsarse con una
cadena; el del hombre que lo empezó todo, con sus alas negras como la noche.
También una muchacha de cabello rojo como el fuego; su propia hija, con sus
dagas de fuego. Y un hombre, un humano sin nada de especial pero que, quizás, sería el más importante de
todos.
Todos ellos tenían sus propios problemas y ella debía evitar
que se despistaran. Tendría que ayudarlos, de alguna u otra forma. Lo que
estaba por venir era demasiado importante, demasiado peligroso. Debían estar
unidos para enfrentarse a la amenaza que se cernía sobre el mundo.
Y para conseguirlo estaba dispuesta a acabar con su propia
vida.
Abrió los ojos y vio que la tormenta de arena estaba más
cerca. En apenas unos minutos la alcanzaría. No era algo que le preocupara, por
supuesto. Como Eterna era capaz de soportar el golpe de la arena casi sin
inmutarse. Pero sería incómodo realizar el hechizo en medio de un viento de
cien kilómetros por hora.
Alzó las manos y volvió a cerrar los ojos para concentrarse.
En la creencia popular existía la certeza de que la magia se realizaba con
palabras rimbombantes y bruscos movimientos de brazos, pero no era cierto. La
magia, la magia de verdad, se hacía con la mente. No había necesidad de
moverse, pero era más cómodo y más intuitivo si lo hacía.
Así que ella levantó las manos y cerró los ojos. Buscó en su
interior, mientras el aire jugaba con su pelo verde, hasta que encontró lo que
buscaba. Era solo una luz, una luz escondida en lo más profundo de su mente.
Luego indagó a su alrededor, entre cada uno de los granos de arena que la
rodeaban. En aquel lugar se había hecho mucha magia, seguro que sería capaz de
encontrarla. Cuando al fin la encontró, la conectó con la luz de su cerebro.
Luego inspiró y espiró, lentamente. Notó que el aire se
intensificaba a su alrededor. Y no era producto de la tormenta, que ya debía
estar mucho más cerca, sino de su magia. Notó también que el ambiente se
espesaba, como si todo el aire se hubiera convertido en gelatina.
Luego, una explosión.
La arena estalló a su alrededor, ocultándola por completo.
La columna de arena se elevó unos metros en el aire y, entonces, ella abrió los
ojos y la boca. Dejó que la arena penetrara en ella por los ojos, por los
oídos, por la boca, por la nariz, llenándola de poder.
Percibió que su energía aumentaba, alimentada por tantos
años de magia concentrada en aquel lugar.
El poder de los hombres lobo, el de los vampiros, las hadas,
los fantasmas y los duendes. La magia de todos ellos penetró en su interior a
raudales y ella se sintió más fuerte que nunca, más ágil, más poderosa.
Pero también notó otra cosa dentro de ella. Algo oscuro y
maligno. Algo que acabaría por matarla tarde o temprano. Solo esperaba tener
tiempo de cumplir su misión.
La tormenta de arena llegó por fin a ella, golpeando su
rostro con la fuerza de un coche. Ella aguantó el envite sin inmutarse, dejando
que el poder terminara de poseerla.
Cuando al fin terminó, parpadeó un par de veces y abrió y
cerró los puños. Allí estaba. El poder, la magia, la energía cósmica que cubría
todo el universo. Todo dentro de ella.
Mientras su ropa verde revoloteaba a su alrededor, Madre
Esmeralda sonrió. Se sentía tan poderosa que podría enfrentarse a la amenaza
ella sola. Pero no era posible, por mucho poder que tuviera. La amenaza era
algo fuera de su alcance. Pero sí podía hacer lo posible para buscar la manera
de neutralizarla.
Estuvo allí, entre la tormenta, un buen rato. Cuando, al
fin, los vientos y la arena terminaron ella siguió allí, disfrutando de su
poder.
Y despidiéndose de su larga vida.
Capítulo 1
Málaga, España
Lince Smith chapoteó en el charco de manera ausente. De
pequeño le gustaba la lluvia. Recordaba que pasaba las noches de tormenta en
vela solo para ver el fulgor de los relámpagos iluminar su habitación a través
de la ventana. «Ahora no es igual», pensó con una mueca de tristeza. «Ahora
todo es una mierda».
—¿Qué te pasa? —Francisco Arce le miró bajo el paraguas
negro que llevaba en la mano. Iba vestido como siempre: chaqueta, pantalones y
zapatos. Todo negro. Parecía que todos los días tenía que ir a un entierro. Al
menos la camisa era blanca. ¡Blanca! ¡Qué atrevimiento!
—Pensaba en el pasado. En cómo cambian las cosas —contestó
Lince sin dejar de caminar. Él no llevaba paraguas. Una de las pocas cosas que
habían sobrevivido a su paso a la edad adulta era el placer de sentir la lluvia
en el cabello.
—Iris. Lo entiendo.
Lince puso los ojos en blanco y dejó de chapotear
inmediatamente. Estupendo. En uno de los pocos momentos en los que dejaba de
pensar en ella, iba Fran y se lo recordaba.
—Sí. Iris —mintió—. Refréscame la memoria. ¿Qué está pasando
aquí?
—¿Otra vez? —se quejó Fran—. Has leído el informe en
comisaría y te lo he explicado tres veces ya. ¿Cuántas veces más necesitas?
—Por lo menos dos más. Pienso mejor cuando hablo. Se me
ocurren ideas.
Fran respiró hondo, sacó una libretita del bolsillo de su
chaqueta y comenzó a hablar.
—Lidia Torres, veinticuatro años. Desapareció hace dos
noches en el portal de su casa. Vive con su padre y con su madre y...
—O vivía —apuntó Lince.
—¿Perdona?
—Tal vez está muerta. Si está muerta ya no vive con sus
padres, así que...
—Vale. Su madre, Ana Márquez, lo vio todo desde el balcón de
su casa. La chica desapareció en una nube de humo.
Dicho esto guardó la libreta de nuevo en su sitio.
—Una nube de humo —musitó Lince, deteniéndose frente a un
pequeño portal de puerta verde—. Eso parece cosa de El Mago.
—Por eso estamos aquí. —Fran pulsó el botón del portero
automático correspondiente al tercero D. La puerta se abrió sin que nadie
hablara. Seguramente los estuvieran esperando. O los vieran desde el balcón.
La mujer que aguardaba en el tercer piso tendría unos
cuarenta y ocho años. Era rubia de bote, pero apenas se le notaba y le quedaba
muy bien. Para tener casi cincuenta años se conservaba estupendamente.
—Señora Márquez. —Fran extendió la mano y apretó la de ella
con firmeza—. Soy Francisco Arce y este es Lince Smith, asesor del Departamento
de Asuntos Posthumanos.
—No me gusta ese nombre —masculló Lince ante la atenta
mirada de Ana Márquez, que aún no había dicho ni una sola palabra.
—Ahora no es momento de hablar de eso, Lince.
—Siempre es momento de hablar de eso. ¿Asuntos Posthumanos?
Por favor...
Fran decidió ignorar a su compañero y se volvió a la mujer.
—Venimos a hablar de su hija. Queremos encontrarla.
—Ya he dicho todo lo que sé.
—Lo sabemos, pero quizás nosotros seamos capaces de averiguar
algo más. ¿Podemos pasar?
Ana Márquez se hizo a un lado para permitir que los dos
hombres entraran en casa.
—Madre mía —susurró Lince en cuanto atravesó la puerta. Por
suerte habló muy bajo y la mujer no se percató.
La casa estaba prácticamente empapelada con cuadros de
vírgenes, estatuas de cristos y rosas por todas partes. Además, despedía un
penetrante olor a incienso.
—Bonita casa —comentó Fran esbozando su mejor sonrisa. Lince
tuvo que contener la risa—. Vayamos al grano, si no le importa.
Lince dejó a Fran y Ana Márquez hablando a solas y se
dirigió hacia el balcón, en parte para inspeccionarlo, pero sobre todo para
escapar de aquel olor.
Fuera el aire estaba un poco menos viciado. Se trataba de un
balcón de tamaño normal con algunas jardineras en las que crecían plantas que
Lince no pudo identificar. También había una bicicleta oxidada. Desde allí se
veía la calle.
Iba a preguntar dónde desapareció Lidia, pero captó algo.
Allí, a nivel del suelo, había una mancha negra que empezaba en los adoquines y
se extendía por la pared del edificio de enfrente.
—Interesante —dijo para sí mismo—. ¡Señora Márquez! ¿Podría
venir un momento?
La mujer apareció en el balcón, seguida por Fran, que tomó
una buena bocanada de aire en cuanto salió al exterior.
—Señora Márquez, ¿podría decirme el lugar exacto en el que
desapareció su hija?
Ella, con dedos temblorosos, señaló el mismo sitio donde
estaba la mancha.
—Fue allí, lo recuerdo perfectamente. Lidia venía caminando
y me saludó con la mano. Yo la saludé, hubo un fogonazo y... entonces...
—Una nube de humo y Lidia desapareció —completó Lince—.
Fran, anoche hubo tormenta, ¿verdad?
—Sí. Toda la noche. El perro apenas me ha dejado dormir.
Pobrecito.
—Esto es una leyenda urbana.
—¿Perdón? —la señora Márquez parecía desconcertada—. ¿Una
leyenda urbana?
—Creemos que El Mago es capaz de crear realidades
alternativas. Debe ser un aficionado a las leyendas urbanas, pues todo lo que
ha creado hasta ahora son... eso, leyendas urbanas. Pero... algo me dice que,
además de leyendas urbanas, le gusta otra cosa. Muchas gracias, señora Márquez
—añadió estrechando la mano de la mujer—. Ha sido usted de gran ayuda.
—Espera, Lince —le llamó Fran, pero el escritor ya estaba
saliendo por la puerta principal de la casa.
No se detuvo hasta llegar a la mancha negra a pesar de
escuchar los pasos apresurados de su compañero detrás de él. Cuando Fran llegó,
Lince estaba agachado junto a la mancha.
—Mira esto. ¿Ves esas líneas?
Efectivamente, desde cerca la mancha no era tal. Era más
bien una red de líneas oscuras que se enmarañaban hasta subir por la pared del
edificio. Como si fuera una telaraña.
—¿Qué son?
—Algo que no debería existir. Al menos aquí en plena ciudad.
Rayos.
—¿Rayos?
—Rayos. Aquí cayó un rayo anoche, pero la señora Márquez no
se dio cuenta.
—¿Insinúas que a Lidia Torres la mató un rayo?
Lince frunció el entrecejo y le miró con sorpresa.
—No puedo creer que digas eso, Fran. Eres detective de la
policía, te hacía un poco más inteligente. Si un rayo la hubiera matado, el
cuerpo habría estado aquí, ¿no crees? Calcinado, pero aquí.
—A eso me refiero, Lince.
—Ah, vale —sonrió el escritor—. A ver... hay tormenta, un
rayo cae en el lugar donde estaba la víctima y esta desaparece en una nube de
humo... ¿qué te dice eso, Fran?
—Que es cosa de El Mago.
—¿Te gusta la historia?
—Bueno, algo sé. ¿Por qué?
—Porque creo que El Mago ha recreado una de las primeras
leyendas urbanas de la historia.
Apenas una hora después, Lince y Fran entraron en el pequeño
despacho en los sótanos de la comisaría de Málaga, que era el centro de mando
del Departamento de Asuntos Posthumanos.
Después de la muerte de Iris, y a juzgar por lo que estaba
sucediendo al otro lado del charco con tanto posthumano suelto, el capitán
Espinosa decidió formar ese grupo de investigación cuyo primer objetivo sería
localizar y neutralizar a El Mago. Eso le venía de perlas a Lince, por
supuesto, aunque él tenía otro objetivo distinto: encontrar a El Mago y pedirle
que resucitara a Iris.
Lince corrió hasta el escritorio y encendió el ordenador.
Fran no dijo nada. Se había dado por vencido después de preguntar una y otra
vez a Lince durante el camino qué era lo que estaba pensando, sin respuesta.
El escritor buscó algo en internet y giró el monitor para
que Fran pudiera verlo. La pantalla reproducía la archiconocida reproducción en
bronce de la loba capitolina, amamantando a los fundadores de la ciudad de
Roma: Rómulo y Remo.
—Sabes quiénes son estos, ¿no? —preguntó Lince.
—Claro. Rómulo, Remo y la loba capitolina.
—Un diez en historia. La leyenda dice que Rómulo, después de
matar a Remo, fundó la ciudad de Roma y, un buen día, desapareció.
—¿Por arte de magia?
—Por una tormenta —sonrió Lince—. Hubo una tormenta, cayó un
rayo y Rómulo desapareció en medio de una niebla muy espesa.
—Eso es lo que le ha pasado a Lidia.
—Exacto. —Lince se echó hacia atrás en su sillón e hizo una
mueca de fastidio con la boca—. Por desgracia es una pista muy débil. Hay un
montón de gente aficionada a la historia. Y esta información la puedes
encontrar fácilmente en internet.
—Sabemos qué leyenda urbana ha creado —dijo Fran sentándose
también en su asiento—. Pero no es suficiente para encontrar a El Mago.
Ambos se quedaron pensativos un instante, intentando
encontrar la manera de sacarle provecho a la información. El sonido del
teléfono de la mesa los sacó de sus pensamientos.
—Departamento de Asuntos Posthumanos —contestó Fran. Su
rostro se tornó grave conforme escuchaba—. Comprendo. Iremos inmediatamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Lince en cuanto su compañero colgó.
—Otra desaparición. —Fran se
levantó y cogió su chaqueta—. Exactamente igual que la de Lidia.
Raquel Ruiz tenía veinticuatro años y vivía en un piso,
compartido con otras dos chicas, en la zona de Teatinos, cercana a la
universidad. En cuanto Fran y Lince entraron en la casa, quedó claro que era un
piso de estudiantes. Lo habían recogido, por supuesto, pero se notaba que había
sido algo apresurado.
La joven que les
había abierto la puerta, una chica morena con rastas y gafas, se mostró
sorprendida en cuanto se identificaron.
—Pensé que ya tenían todo lo que querían.
—¿Perdone? —inquirió Fran.
—Esta mañana ya ha venido la policía a hacernos preguntas.
Les hemos dicho todo lo que sabemos.
—Tenemos que decirle al capitán Espinosa que dejen de
entrometerse en nuestros casos —comentó Lince, echando una ojeada al piso—. Si
no te importa, ¿podríamos hacerte nosotros más preguntas?
—¡Claro! Lo que sea por encontrar a Raquel. —Bajó los ojos
con tristeza—. Si es que sigue viva.
—Esperemos que sí —deseó Fran.
Como siempre que iban a interrogar a alguien, mientras Fran
hacia el trabajo duro, Lince se dedicó a examinar la habitación. No tenía
muchos muebles y los que había no eran de gran calidad. Por experiencia sabía
que las habitaciones estarían mejor equipadas. Por regla general, las zonas
comunes disfrutaban de menos atención.
—¿Te importa si echo un vistazo a la habitación de Raquel?
—Es la del fondo del pasillo.
Lince se encaminó hacia allí. Al abrir la puerta, sus
sospechas se vieron confirmadas. Se trataba de una habitación con cierto aire
hippie. Tenía un pañuelo de esos enormes con un mandala encima de la cama, un
escritorio con una pizarra de cartón con fotos y apuntes clavados en él y una
estantería repleta de libros.
Lince examinó primero las notas del corcho. Solo eran una
lista de cosas por hacer: limpiar el cuarto de baño, hacer la compra y llamar a
su madre. Nada interesante, de momento. La estantería era otra cosa. Estaba
repleta de libros de historia.
—¿Qué tenemos aquí? —susurró Lince—. Historia. Interesante.
Su móvil sonó de repente con dos sencillos pitidos y vibró
en su bolsillo, haciéndole dar un respingo. Era un mensaje. Tuvo que leerlo dos
veces para estar seguro de lo que decía.
«¿Quieres hablar de El Mago?
Plaza Uncibay, 2 de la mañana.
Ven solo»
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