Una figura descendió al suelo y se posó con suavidad en el asfalto calcinado. Hubiera podido ser una persona normal si no fuera por las enormes alas de cisne que surgían de su espalda, a través de dos hendiduras practicadas en su camiseta blanca.
Adel observó, meneando la cabeza, el desolado y destruido paisaje que se extendía ante él. Maldijo por lo bajo.
Tantos años, tanto sufrimiento para esto.
Aguantó un momento a que las alas se fundieran con su cuerpo y después caminó lentamente entre los coches volcados, unos encima de otros, carbonizados por la ola de fuego que invadió la ciudad.
Bajo uno de ellos, un hombre de unos treinta años le observaba con la mirada ausente. Inmóvil, parecía simplemente dormir con los ojos abiertos. Pero Adel sabía que no estaba durmiendo. Estaba muerto. Dio una patada encolerizado al suelo, haciendo saltar trozos de tierra ennegrecida que chocaron con los múltiples escombros que le rodeaban. Estaba enfadado con la humanidad por haberse destruido a sí misma, pero sobre todo, consigo mismo. Por no haber evitado aquello. Podía haberlo hecho, pero no supo verlo hasta que fue demasiado tarde. Tanta felicidad, tanto amor… tanta belleza barrida de la faz de la tierra en apenas un momento.
—Debimos haberlo visto venir, ¿No es cierto? —preguntó una voz a su espalda.
Adel se giró sorprendido y se encontró con un hombre moreno. El cabello le caía libre sobre los hombros, y unos ojos azules y fríos le miraban con fijación. Tras su espalda, dos enormes alas de murciélago se alzaban tapando la luz del sol.
—¿Qué haces aquí, Belerion? —le preguntó Adel, sin un atisbo de emoción en la voz.
Belerion se acercó a él y observó el paisaje. Luego esbozó una sonrisa irónica y miró a Adel.
—Tú eres un ángel —le dijo— y yo un demonio. Pero no somos tan distintos, ¿sabes?
—Tú eres un asesino —replicó el ángel—. Llevas dos mil años intentando conquistar el mundo. No digas que nos parecemos.
Belerion volvió a sonreír y desvió la mirada para contemplar con tristeza la enorme nube de humo que se distinguía en la lontananza.
—Tú lo has dicho —susurró—. Conquistar, nunca destruir —el demonio clavó su fría mirada en el ángel, que había fruncido el entrecejo, al comprender la extraña lógica de su enemigo—. Ambos hemos perdido con esto, Adel. Quizás… quizás debimos unir nuestras fuerzas, aunque fuera por poco tiempo, y evitar esta masacre —añadió paseando la mirada por los edificios semidestruidos y los cadáveres que cubrían el suelo—. Nuestra naturaleza, nuestra razón de ser ha desaparecido. Ni tú puedes salvar a la humanidad, ni yo conquistarla ¿En qué nos convierte eso, Adel? ¿Qué es lo que nos queda ahora?
El ángel bajó la cabeza, pensativo, y entonces comprendió la triste realidad. El error que habían cometido, tanto él como Belerion, era centrarse en sus propios deseos. Él sólo pretendía proteger a la humanidad de los maquiavélicos planes del demonio; pero no se le ocurrió cuidarla de sí misma. Quizás el demonio tuviera razón, y hubieran debido olvidar sus enfrentamientos durante un tiempo para proteger a la humanidad de su propio egoísmo, de su propio afán de destrucción. Al menos así, ellos dos hubieran tenido una razón para vivir.
—Somos simples almas con cuerpo —susurró y, cuando volvió la cabeza para mirar a Belerion, el demonio había desaparecido.
Lo más seguro es que no volviera a verlo. Ya no tenían nada que conquistar ni proteger.
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