Portada diseñada por Carlos Moreno. ¿Se nota mucho? |
1PRESENCIAS EN LA NOCHE
14 de octubre de 2008
La figura salió del coche y recorrió el camino que separaba el vehículo de su casa. Caminó tambaleante, apoyándose en cualquier cosa para no caer, dejando que su cuerpo se empapara de agua. Sus pies se hundieron en un charco cuando se giró para observar, con los ojos irritados, lo que le rodeaba.
La lluvia caía con fuerza sobre la pequeña casa de piedra blanca en el número diez de la urbanización El Sepulcro, en la ciudad de Málaga. Rodeando la construcción, un pequeño bosque de naranjos se doblaba por la fuerza del viento y el agua. Al otro lado de la calle, un poco más allá de la puerta de entrada al terreno de la casa, el resto de los hogares brillaban con luz propia. Algunos niños jugaban con sus padres, mientras estos les contaban historias de miedo, ayudados por el tétrico paisaje lluvioso que reinaba fuera. Otros preparaban la cena mientras bromeaban entre sí. A pesar de la lluvia y del trueno que resonó a lo lejos, todo parecía en orden. Pero en el número diez de la urbanización El Sepulcro, el silencio era intenso.
Daniel Martín entró en casa después de un largo día. Hizo una mueca de desagrado cuando abrió la puerta, y vio el corto pasillo que comunicaba el recibidor con la zona de las habitaciones. A su derecha estaba la puerta que daba al salón y junto a ella, a un lado del pasillo, las escaleras que llevaban hasta el sótano. Suspiró contrariado y dio un paso al frente, mientras agitaba la cabeza para quitarse toda el agua que tenía encima.
Por un momento sintió que las paredes se alargaban y se doblaban sobre sí mismas intentando consumirle, pero sabía que no era más que la sensación de agobio que le invadía cada vez que entraba allí. Había pasado gran parte del día paseando por la ciudad, yendo de aquí para allá, mientras fumaba y bebía alguna que otra copa. Finalmente, el cansancio había acabado por agotarle y había vuelto a casa.
Cerró la puerta tras él, se apoyó en ella y se quedó observando el interior de su hogar. Sonrió. ¿Cómo se le ocurría llamar hogar a ese lugar? Era una casa fría, vacía. El salón solo tenía un sofá de piel negro; una televisión que siempre permanecía apagada y una librería repleta de libros que ya había leído. Completaban la decoración un bastonero que una amiga le había regalado para inaugurar su casa y una triste mesa en la que yacía su ordenador portátil. Al otro lado de la casa, la única habitación con muebles era su dormitorio, que solo tenía una cama, una mesita de noche y el armario empotrado repleto de ropa desordenada.
Volvió a sonreír, esta vez con desgana. Desde luego era la casa que merecía. Impulsándose con las manos se alejó de la puerta, dejando atrás el silbido del viento al colarse por las rendijas de las ventanas, y paseó la mirada por el salón. Sus ojos se detuvieron en el escritorio. Sobre él descansaba, apagado, el ordenador. «Ahí dentro —pensó—, está mi vida». Pero no era capaz de encenderlo y continuar escribiendo. Cada vez que lo hacía su mente volaba muy lejos de la historia que estaba intentando contar y siempre acababa abriendo esa carpeta en la que se arremolinaban fotos de una vida pasada. No encontraba fuerzas para expresar sus sentimientos. Unos sentimientos que, por otra parte, amenazaban con desaparecer, se le ocurrió mientras metía la mano en el bolsillo de su pantalón vaquero, sacaba un paquete de Fortuna Light y extraía de él un cigarrillo.
Una vez encendido volvió a caminar, tambaleándose precariamente a causa del alcohol que inundaba sus venas. Pasó de largo el escritorio y el ordenador. Ya escribiría más tarde, pensó… o quizás mañana. Mientras le daba una calada al cigarro, agarró la botella de whisky que le esperaba sobre la chimenea y vertió parte de su contenido en un vaso, derramando al mismo tiempo algo de líquido sobre la madera. Luego se giró y contempló su estampa en el cristal de una de las puertas que accedían al jardín. La imagen que vio fue más bien patética.
La oscura barba de varios días sombreaba su piel clara y el cabello aparecía despeinado. Unas tremendas ojeras adornaban unos ojos rojos por la falta de sueño. Todo aquello rematado por el vaso que descansaba sobre su mano. Si Ana le hubiera visto en aquellos momentos, posiblemente le gritaría hasta hacerle entrar en razón. Al final dejaría de fumar y tiraría el whisky por el váter. Pero ella no estaba allí. Murió por su culpa y ese estilo de vida era el precio que debía pagar.
Mientras observaba las desordenadas volutas de humo gris en el ambiente, el sonido de la lluvia al golpear sobre el cristal penetró en su mente y le produjo una extraña somnolencia. El ruido era el mismo que se escuchaba aquel día. En otra casa, en otra vida...
Sucedió dos años antes. Él estaba en casa, un bonito piso con vistas al mar en Torremolinos. Se encontraba sentado en su escritorio, junto al enorme ventanal desde el que se divisaba el fino horizonte al frente, y la bahía de Málaga a la izquierda. El sol penetraba con fuerza a través del cristal, calentando su rostro. Delante de él, su ordenador portátil le mostraba las líneas de su último trabajo.
Su primera novela, Ojos de sangre, había resultado ser un éxito, y Sergio, su editor, estaba muy contento con los beneficios. Todo fue muy rápido. Un par de años antes había terminado el manuscrito, una historia de fantasía épica, y comenzó a enviarla a editoriales y a algunas agencias. En apenas tres meses su bandeja de entrada se llenó de emails rechazándole. Y justo cuando estaba a punto de perder la esperanza, una tarde en la que volvía del trabajo, bajo un cielo plagado de estrellas, su teléfono sonó. Era Sergio Correa, un agente editorial de poca monta, que estaba interesado en la novela. Dani sopesó por un momento la idea. «¡¿Pero qué demonios?! —pensó—. El resto de editoriales y agencias la han rechazado. ¿Qué puedo perder?» Finalmente aceptó la proposición de Sergio y a partir de ahí comenzó una época de prosperidad.
Sergio supo dónde y cuándo mover el manuscrito y, por fin, una gran editorial, que ni siquiera tenía colección de fantasía, decidió darle una oportunidad, iniciando una para publicar Ojos de sangre. A partir de entonces, la cuenta corriente de Dani engordó a marchas forzadas. En poco tiempo, el libro se publicó en el extranjero con los mismos resultados. Por fin pudo hacer lo que tanto tiempo llevaba anhelando. Casarse con Ana, comprar una casita junto al mar y dedicarse únicamente a escribir.
En aquellos momentos, con solo veintiséis años, se encontraba inmerso en el que sería su segundo libro y su confirmación como escritor. Eran las seis de la tarde y llevaba trabajando desde las diez de la mañana, con apenas un corto descanso para comer. Ana se había ido a su trabajo en unos grandes almacenes.
Entonces, cuando el héroe se proponía derrotar al villano, el estridente sonido del teléfono atravesó el silencio y rompió el hechizo.
—¡Mierda! —protestó Dani.
Enfadado, buscó a tientas el aparato por la mesa sin éxito. Bajó la mirada sintiendo cómo la ira se apoderaba de él. Paseó la mirada por el salón, mientras el teléfono seguía sonando. Finalmente lo encontró medio oculto entre los cojines del sofá y, de un salto, se plantó junto a él, dispuesto a contestar de la manera más borde y maleducada posible. Pero su cólera desapareció cuando vio en la pantallita del aparato el nombre de quien llamaba.
—Hola, cariño —contestó con suavidad—. Lo siento, no encontraba el teléfono. ¿Cómo ha llegado a estar metido entre los cojines del sofá?
—No sé. —La voz de Ana le llegó ligeramente mezclada con el sonido de los clientes y la música de fondo—. Tú sabrás ¿No estuviste ayer hablando con Sergio?
—¡No, guapa! —replicó Dani de buen humor—. Tú fuiste quien estuviste hablando durante hora y media con Cristina.
—¿Yo? —preguntó ella entre risas—. Creo que te estas equivocando con otra ¿eh?
—Bueno, ya hablaremos esta noche. —Dani dio por terminada la conversación, aunque sabía que más tarde, cuando Ana regresara del trabajo, volverían a bromear sobre el tema y acabarían haciendo el amor sobre el sofá—. Oye, cariño, ya que has llamado, ¿te importaría hacerme un favor?
—Dime.
—Veras, llevo todo el día escribiendo —le explicó él—, estoy muy inspirado y no quiero dejarlo ahora que puedo aprovecharlo.
—Vale, no te preocupes, iré a casa en autobús —comprendió Ana—. Tú escribe. Veras como con el segundo libro te cubres de gloria.
Dani sonrió.
—Eso espero. Gracias, guapa.
—De nada —contestó ella precipitadamente—. Oye, te tengo que dejar que vienen clientes. Un beso. ¡Te quiero!
Y colgó. Dani se quedó un instante con el teléfono apoyado en la oreja pensando en Ana. Aquello era lo que más le gustaba de ella. Su comprensión. Cualquier otra persona, quizá hubiera puesto pegas a la hora de tener que volver del trabajo en autobús, pero ella no. Ella comprendía que para Dani escribir era importante y aceptaba esos pequeños sacrificios.
Volvió a sonreír al pensar en el momento en que Ana llegara a casa. Alzó la mirada y vio la foto que descansaba sobre la mesa. En ella, posaban los dos juntos frente a la Torre Eiffel. Le gustaría volver a París, pensó. Tal vez, cuando terminara la novela, podrían escaparse una semana.
Lo que Dani no imaginaba es que no volvería a ver a Ana.
El sonido del teléfono le sacó de su ensimismamiento, trayéndole de nuevo amargos recuerdos. Como en un sueño, sacudió la cabeza y emitió un suspiro al comprobar que el aparato se encontraba entre los cojines del sofá. «Maldito destino de mierda», pensó. Sin darse demasiada prisa atravesó el salón y cogió el teléfono. Era Sergio. Lo dejó sonar unas cuantas veces más, sopesando la idea de contestar o no.
No tenía ganas de hablar con él. Llevaba dos semanas de retraso con el manuscrito de su nueva novela, la cuarta ya, pero no tenía fuerzas para escribir. Sergio le apremiaba para que la terminara y poder mandarlo a la editorial que le publicaba hasta entonces. Sus dos últimas novelas no habían tenido las ventas esperadas y estaban perdiendo la confianza en él. La tardanza en enviar el nuevo manuscrito tampoco mejoraba las cosas.
Por otro lado, a raíz de la muerte de Ana, Sergio se había convertido en uno de sus mejores amigos. De hecho, aparte de Cristina, la mejor amiga de su mujer, era la única persona con la que mantenía algún tipo de relación.
Al fin, haciendo un esfuerzo, pulso el botón para descolgar.
—Hola, Sergio —saludó con voz ronca.
La voz de su amigo le llegó con expresión preocupada.
—Dani, ¿qué tal?
Hizo una mueca y se volvió a acercar a la puerta. En el exterior solo se veía oscuridad. La silueta de los arboles, que se balanceaban empujados por el viento, resultaban amenazantes entre la lluvia.
—He estado mejor, la verdad —contestó tras llevarse el vaso de whisky a la boca.
—¿Estas escribiendo?
Dani esbozó una sonrisa. Sergio siempre iba directo al grano. La verdad es que no podía culparle. Llevaba tanto tiempo intentando animarle sin éxito que ya debía de estar cansándose. Alzó la mirada y clavó sus ojos en el ordenador.
—Ahora mismo estaba abriendo el portátil para ponerme —mintió.
El silencio al otro lado del teléfono le confirmó que Sergio no estaba muy convencido con la respuesta.
—Oye, Dani —le dijo—, la editorial me está metiendo prisa. Quieren el manuscrito y lo quieren ya. Sé que estás triste y que echas de menos a Ana, pero ya hace dos años de aquello. Creo que deberías…
—Sergio, ahora te llamo —le interrumpió con brusquedad.
—Pero... —Dani cortó la comunicación.
Cuando colgó se sintió mal por no haber dejado hablar al editor, pero había algo que le apremiaba más que escuchar las mismas palabras de ánimo de siempre, palabras que ya no le ayudaban en nada.
Mientras hablaba con Sergio había estado observando el desolado paisaje que se extendía fuera de la casa. Los naranjos cada vez se doblaban más, vencidos por la implacable fuerza del viento, pero no fue eso lo que atrajo su atención. Entre los árboles, oculto tras la lluvia y las hojas que volaban de un lado a otro, se discernía una figura inmóvil, que contrastaba con el movimiento que lo rodeaba.
Dani entrecerró los ojos para ver mejor, y comprobó que era una persona quien estaba allí, dentro del terreno de su casa. Hinchando las narices en una muestra de enfado, se agachó lentamente para posar el vaso en suelo, al tiempo que tiraba el cigarro a su lado y lo aplastaba con el pie. Luego volvió a mover el brazo, intentando no hacerlo con brusquedad, hasta el bastonero que descansaba junto a la puerta y rodeó con su mano la empuñadura de uno de los bastones que había en él.
Un movimiento en la siniestra figura le confirmó lo que ya se imaginaba. El desconocido había ladeado la cabeza, sin duda alertado por los suaves y, al parecer inútiles, intentos de Dani de disimular que lo había visto. Ya no había tiempo para tonterías, pensó el escritor. Así que de un rápido movimiento abrió la puerta y se lanzó al exterior. El fuerte viento golpeó su cuerpo y amenazó con tirarlo al suelo, pero el escritor logró mantenerse en pie y continuar su camino. La lluvia le empapó en un momento y le obligó a cerrar los ojos. Aun así, sin poder ver y apenas moverse, Dani avanzó a voz en grito.
—¡¿Quién está ahí?! ¡¿Qué quieres?! ¡Fuera de mi propiedad!
Sus pies se hundieron en el barro cuando corrió entre los naranjos, pero él no se rindió y alcanzó el lugar en el que se encontraba el desconocido. Sin pensarlo dos veces alzó el bastón por encima de su cabeza y se dispuso a golpear a su espía. Pero la figura había desaparecido. Dani giró sobre sí mismo buscándolo, pero no podía ver nada a través de la espesa capa de lluvia.
—Mierda —susurró.
Cansado, bajó el bastón y dejó que el agua cayera sobre él. Quizá no había nadie, pensó intentando recobrar el resuello. A lo mejor, simplemente, había bebido demasiado y el alcohol le estaba jugando una mala pasada. Dani volvió a pasear la mirada entre la lluvia y el viento, en un último intento por demostrarse a sí mismo que no estaba loco. Por desgracia no podía convencerse de no estar borracho.
Un momento después volvía a estar en el calor de la casa. Había dejado el bastón sobre una mesa y miraba fijamente el vaso de whisky que descansaba sobre la chimenea. El agua chorreaba por su ropa hasta caer al suelo salpicándole sus zapatos.
Cerró los ojos e intentó tranquilizarse. Necesitaba relajarse, pero le resultaba imposible. Cada vez que cerraba los ojos veía a Ana. De nuevo, la imagen de su difunta mujer se dibujó en su mente. «¡A la mierda!», pensó mientras alargaba la mano y volvía a coger el vaso. La única manera de poder dormir y olvidarlo todo era acostarse borracho. Por supuesto, por la mañana tendría que lidiar con el dolor de cabeza y la resaca, pero era un precio que estaba dispuesto a pagar.
2UN SUEÑO DEMASIADO REAL
15 de octubre de 2008
El pub Hechizo era uno de los lugares de moda en Málaga. Estaba en un paseo marítimo con hermosas vistas al mar que, ese día, se revolvía con violencia. Durante el verano, el Hechizo estaba siempre a rebosar de gente, pero ahora, con el otoño ya bien entrado, el local estaba vacío.
Hacía realmente un día desapacible. La lluvia y el viento impedían caminar con normalidad y además, el frío atería la piel. Las nubes se arremolinaban en el cielo presagiando tormenta. Dani pensó que, en cualquier momento, un trueno rompería la relativa tranquilidad de que gozaba la ciudad.
Había estado toda la mañana en casa, durmiendo, dejando que la resaca hiciera su trabajo. Se le había ocurrido más de una vez sentarse frente al ordenador, pero ¿para qué? ¿Acaso iba a escribir? No lo creía. Así que se quedó en la cama, ahogándose en sus propios pensamientos, en su propio dolor.
Pero Sergio le había llamado. El teléfono volvió a sonar destrozando su cabeza, y se vio obligado a levantarse por fin. Su editor quería hablar con él. Y era importante.
Así que allí estaban los dos. Sentados el uno frente al otro con el mar embravecido de fondo y la lluvia golpeando el cristal del Hechizo.
—¿Por qué no me volviste a llamar ayer? —preguntó Sergio mientras meneaba despreocupado la cucharilla en la taza de café.
Dani cerró los ojos recordando que se le olvidó devolverle la llamada a su amigo. Además, llegaron a su mente imágenes de lo sucedido la noche anterior. Aquella figura oculta entre los árboles… Hizo una mueca y sonrió desganado.
—Lo siento. Se me quemaba la cena —mintió—. Luego me acosté. Estaba muy cansado.
No quiso decirle a su amigo la verdad. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué una figura extraña le espiaba la noche anterior? Precisamente, en aquellos momentos en los que bebía prácticamente a todas horas, Sergio pensaría que eran alucinaciones y no dejaría de intentar convencerle de que dejara de beber, de que intentara cambiar, que olvidara el dolor y la pena que le estaba consumiendo y volviera a tomar las riendas de su vida. Pero lo último que necesitaba Dani era a alguien dándole un sermón. Al menos no ese día.
Sergio movió la cabeza con una expresión con la que Dani comprendió que no le creía.
—Ya —musitó quitando importancia al asunto. Luego fijó su mirada en Dani, mirándole con expresión grave—. Te he conseguido dos semanas más —le anunció—. Pero ni una más. La editorial está ya cansada. Tus dos últimos libros han sido un fracaso y no tienen demasiadas esperanzas en ti, la verdad.
Dani suspiró contrariado. Toda su vida había soñado con ser escritor y, cuando al fin lo logró, todo se torció con la muerte de Ana. Aunque intentara ocultárselo a Sergio, en realidad le dolía lo que estaba sucediendo. Por desgracia, en su estado, poco había que pudiera hacer.
—¿Y tú? —preguntó de repente—. ¿Confías tú en mí?
Sergio meneó la cabeza pensativo y desvió la mirada a la calle, a través de la ventana, donde el agua golpeaba con fuerza el suelo y la gente caminaba, embutida en gruesos chaquetones, ocultándose como podían bajos sus paraguas.
—No lo sé, Dani —contestó al fin—. Antes eras bueno. De lo mejor que había leído nunca.
—Tú me animaste a publicar Ríos de tormenta y El último ninja —replicó Dani con un tono que quiso ser de acusación.
—Lo sé. Y eran buenos, la historia era buena, pero tu estilo bajó mucho después de Ojos de sangre.
Dani sonrió con tristeza y extrajo un cigarro de la caja que descansaba sobre la mesa.
—Lo jodido es que tienes razón —dijo después de encenderlo—. Hasta yo mismo lo entiendo.
Sergio le miró e hizo un gesto de comprensión.
—Ana no querría esto —le recordó señalando el cigarro—. Ella querría que siguieras adelante y escribieras como tú sabes. Que lucharas.
—Pero ella no está aquí —replicó el escritor, dando una temblorosa calada—. Se fue y no volverá. ¿Qué importa ya?
—¿Es que no quieres honrarla, Dani? Ella te apoyó siempre. Ella estuvo a tu lado. Deberías…
—Déjalo ya, Sergio. —Dani hinchó las narices y fulminó con la mirada a su amigo. No necesitaba aquello.
—… seguir adelante y…
—Sergio, no.
—… hacerlo por ella.
—¡No quiero hacerlo por ella! —explotó entonces Dani golpeando la mesa y empujando el vaso, que derramó su contenido sobre el mantel de papel blanco. Varias personas de una mesa cercana volvieron la cabeza al escuchar el golpe—. ¿Es que no lo entiendes? Yo puse todo mi corazón en aquella relación. Todo lo que hacía, todo lo que escribía, era por ella, ¡gracias a ella! Y ahora Ana no está. ¿Qué quieres de mí?
Sergio desvió la mirada, incomodo, hacia un periódico que descansaba sobre la mesa. Mientras intentaba calmarse, paseó los ojos por él. Cuando leyó la fecha emitió un suspiro.
—Mierda —susurró—. Hoy es quince de octubre. Lo siento.
Dani meneó la cabeza.
—Hoy hace dos años de la muerte de Ana —confirmó—. Pero eso no tiene importancia —añadió levantándose y dejando un billete de cinco euros sobre la mesa—. No te preocupes, no tenías por qué acordarte. Solo yo debo recordarlo. Tendrás el borrador en dos semanas —añadió mientras se ponía la chaqueta.
—Dani… —Sergio pareció querer decir algo, pero se detuvo. Lo último que quería era empeorar la situación—. Descansa, ¿vale?
Dani asintió con la cabeza.
—Lo intentaré
—No lo intentes, hazlo.
Sin añadir una palabra más, el escritor se giró y salió de la cafetería para zambullirse entre la lluvia y la gente. Sergio lo vio marchar esquivando charcos, con las manos completamente embutidas en los bolsillos de su chaqueta vaquera y dejando que el agua empapara sus cabellos negros.
Un rato después, Dani observaba como las gotas de lluvia golpeaban con fuerza el estanque artificial de un parque. Estaba sentado sobre un banco de acero mientras el agua caía sobre él, como si llorara. Pero las lagrimas del cielo no podían compararse con las que surgían de sus ojos. Exactamente dos años antes Ana había muerto. A partir de ese día nada volvió a ser lo mismo.
Se había vuelto a sumergir en el pasado y había perdido la noción del tiempo. Regresó a la noche en que Ana no había vuelto. Debería haber llegado, por lo menos hacia media hora. Una llamada a su teléfono móvil le confirmó que lo tenía desconectado o fuera de cobertura. Aquello le extrañó muchísimo ya que ella jamás lo apagaba.
Apenas dos minutos después, el chillido del teléfono fijo de la casa le sacó de su estupor. Lo cogió apresurado esperando escuchar la voz de Ana al otro lado, pero en su lugar un hombre con voz seria preguntó por él.
—¿Dani Martín?
—Soy yo —contestó preocupado.
Con las siguientes palabras de aquel hombre el mundo de Dani se vino abajo. Tiró el teléfono al suelo, gritando y deseando despertar en aquel momento. Pero no era un sueño. Aquello era real, dolorosamente real.
Cuando Ana se dirigía a la parada de autobús más próxima de su trabajo para volver a casa, un coche se saltó el semáforo en rojo. Según los testigos, su cuerpo había volado varios metros en el aire antes de estrellarse contra la acera. Ahora se encontraba en el hospital luchando por su vida.
Con los ojos anegados de lágrimas y el cuerpo temblando, Dani alcanzó la puerta de la casa y bajó corriendo los ocho pisos por las escaleras. No tenía tiempo para esperar el ascensor.
No recordaba un viaje en coche más tenso que aquel. A cada momento debía dar un volantazo para seguir por su carril. Su mente estaba en otro lugar, con otra persona. Maldijo, lleno de ira, mientras golpeaba el volante. Si él hubiera ido a por ella, ahora no estaría en esta situación. Pero no, había decidido quedarse en casa. Y aquella decisión había condenado a Ana.
Cuando llegó al hospital y entró por los pasillos de suelos verdes y paredes blancas, la primera persona que encontró fue a Cristina, la mejor amiga de Ana. Tenía los ojos irritados de llorar. Su pelo rubio, normalmente brillante, limpio y con vida, se mostraba ahora sucio y apagado. Ella no dijo nada, solo le miró con expresión derrotada, y Dani supo que lo que más temía había sucedido.
—¿Dónde está? —preguntó él, intentando aguantar, sin mucho éxito, las lagrimas.
Ella no contestó de inmediato, intentando controlarse, aunque Dani sabía que le estaba costando la propia vida aguantar su dolor.
—Lo siento, Dani.
Aquellas palabras fueron como un desgarrón en las entrañas de Dani. Sin esperar a que Cristina se explicara, corrió hacia el fondo del pasillo y llegó a la sala de espera. Allí vio a la madre y al padre de Ana. Él con la mirada triste y pérdida en la pared, ella llorando amargamente en una esquina.
Entonces se derrumbó. Apenas tuvo tiempo de apoyarse en la pared para no caer al suelo. Solo los brazos de Cristina, que en aquel momento llego junto a él, lo sostuvieron.
—Ya estoy aquí, Dani. Tranquilo. —Las palabras de la joven llegaron a él como en un sueño, como si en realidad todo aquello no estuviera sucediendo, y fuera solo una visión—. Siempre estaré aquí. Te lo prometo.
Al día siguiente, después de una larga noche de dolor y llanto, despidieron entre lágrimas y lluvia el cuerpo de Ana. Dani observó con el rostro desencajado cómo dos hombres levantaban el ataúd de madera para meterlo en el nicho. El escritor no podía creer lo que estaba sucediendo. Estaba enterrando a su mujer, cuando apenas se había apagado el calor de ella en la almohada o el sonido de su risa en el ambiente. Aún entonces, cuando cerraba los ojos, esperaba que al abrirlos todo volviera a ser como antes, con aquellas tardes en el salón de la casa que compartían. Ella viendo un programa en la televisión y él escribiendo. Sin hablar, no hacía falta.
Solo el fuerte apretón que Cristina, completamente vestida de negro y con unas gafas ocultando unos ojos hinchados, le daba con sus manos en un intento inútil de mitigar su dolor, le decía que era cierto. Los familiares de Ana lloraban frente al féretro, como si con sus peticiones a Dios pudieran lograr que la muchacha volviera.
«Pero ella no volverá —pensó Dani—. Nunca lo hará.»
Aquella noche, dos años después de la muerte de su mujer, apenas pudo conciliar el sueño. Cristina no le había llamado ese día. Desde aquel fatídico quince de octubre, la muchacha le había llamado casi a diario y se había volcado en él, animándolo a salir y a escribir, pues sabía que era lo que más le agradaba. Dani sabía que tras aquellos actos se escondía el deseo de hacer feliz a Ana, estuviera donde estuviese. El hecho de que no le hubiera llamado le indicaba que ella lo estaba pasando también mal.
Pasó varias horas girando sobre las sabanas blancas de su cama hasta que, al final, el agotamiento pudo con el dolor y se sumergió en un sueño intranquilo, lleno de pesadillas en las que Ana era la protagonista. En ellas, Dani corría tras su mujer rodeado de una extraña nada. La perseguía sin llegar a alcanzarla nunca. Parecía que, a cada paso que daba, ella se alejaba más y más, sin que él pudiera siquiera oler su perfume.
Dani corría y corría, forzando al máximo sus músculos, que ya comenzaban a arderle. De pronto, ella se detuvo y se giró. Clavo sus ojos en él y Dani aceleró, aprovechando aquel respiro para ganar ventaja. Y entonces, cuando ya estaba a punto de alcanzarla, algo se abrió bajo los pies de Ana y ella cayó. Dani la vio desaparecer en la oscuridad de aquel mundo extraño en el que estaba inmerso. Gritó, llamándola, deseando poder agarrarla, pero ella estaba ya demasiado lejos. Solo escuchó su voz pidiendo auxilio desesperada.
—¡Socorro! ¡Ayudadme!
Al mismo tiempo unos golpes resonaron en su mente, tan fuertes que ocuparon todo su cerebro.
—¡Ana! —Dani despertó empapado en sudor cuando los gritos de su esposa aún no se habían extinguido. Con la respiración acelerada comprobó que la lluvia había dejado de golpear en las ventanas y que la luz de la luna llena se filtraba a través de las rendijas de las persianas.
Por un momento esperó ver a su mujer a su lado, que aquellos dos años no hubieran sido más que un mal sueño, una pesadilla muy real. Pero las sabanas frías le dijeron que no era así. Ella estaba muerta, pero su voz en el sueño parecía tan real, tan cercana… Sacudió la cabeza reprendiéndose por su estupidez. Era imposible que Ana le hubiera hablado.
Dani se tumbó y se acurrucó, cubierto por los pesados edredones y sintió de nuevo la soledad y el frío que le producía el dolor. Después de un rato inmerso en sus propios pensamientos, en el que el silencio fue su única compañía y en el que la imagen de Ana ocupaba por completo su mente, el sueño por fin volvió a apoderarse de su cuerpo. Poco a poco, sus ojos volvieron a cerrarse sumiéndole en la oscuridad.
3REFLEJOS
16 de octubre de 2008
El sonido del timbre de la puerta le sacó de su letargo. Dani abrió los ojos lentamente y clavó su mirada en el techo. No habría podido decirlo con seguridad, pero creía que era temprano. O tal vez no. La luz del sol se filtraba por las rendijas de las persianas, salpicando el suelo y las paredes de puntitos de luz. El timbre volvió a sonar y el escritor hizo una mueca de fastidio. Esa noche no había dormido nada y ahora, quien fuera, venía a despertarle. Cuando el sonido volvió a dejarse oír, Dani hizo acopio de la poca energía que tenía y se levantó de la cama.
La habitación estaba patas arriba. La ropa cubría la mayor parte del suelo, esperando a que alguien la recogiera y la lavara y, en la mesita de noche, dos vasos de whisky le mostraban a Dani que bebía demasiado. Como siempre últimamente.
Cuando el timbre sonó de nuevo, salió al pasillo y se sorprendió al comprobar que el único cuadro que adornaba la pared estaba torcido. Con desgana lo puso recto y prosiguió su camino. El timbre volvió a sonar y Dani empezó a preguntarse quién era y, sobre todo, qué hora sería. Le asaltó fugazmente la idea de comprar algún reloj de pared y colgarlo en mitad del pasillo.
Siguió caminando mientras se frotaba la cara con las manos, aún dormido. A medida que atravesaba el pasillo fue notando algo. Una sensación que le hacía sentir extraño en su propia casa. Como una presencia, como si hubiera alguien más allí que él no pudiera ver. Se detuvo un momento, justo antes de la puerta que había al final del pasillo y desembocaba en el salón y en la puerta de acceso a la casa.
Giró sobre sí mismo extrañado. La sensación seguía allí. Era como el efecto que produce que alguien te clave la mirada desde atrás. Algo realmente incomodo. El recuerdo de la figura que vio, o creyó ver, un par de días antes entre los naranjos de su jardín le asaltó de repente. ¿Y si estaba allí? ¿Y si había entrado en su casa? Meneó la cabeza reprendiéndose a sí mismo. Era una tontería. Antes de acostarse se había asegurado de cerrar todas las ventanas, y la puerta de la casa era blindada. No podía haber entrado nadie. Por supuesto, también estaba la puerta del jardín, pero a pesar de tener cristales, también era de seguridad. De haber entrado alguien, lo habría hecho por ahí. Y habría escuchado los cristales romperse. No, debían de ser imaginaciones suyas, provocadas por la falta de sueño y el alcohol.
El sonido del timbre le sacó de su ensimismamiento. Dani dio un respingo, sobresaltado. Luego sonrió. Realmente estaba susceptible aquella mañana. Volvió a caminar, deseando de pronto abrir la puerta y ver quién llamaba con tanta insistencia. Tal vez aquella sensación fuera una tontería, pero se sentía más a gusto si había alguien con él. Cuando salió del pasillo todas sus hipótesis y conjeturas se vinieron abajo.
El salón había amanecido en completo desorden. Los escasos muebles que lo llenaban estaban volcados en el suelo, y los papeles que Dani guardaba tan celosamente, y que contenían apuntes sobre sus próximas novelas, descansaban por el suelo marrón de la casa. Parecía que hubiera pasado un tornado.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —se preguntó en voz baja.
El timbre volvió a sonar y sacó a Dani de su embobamiento. Sin dejar de mirar la habitación se acercó a la puerta y la abrió solo un poco, entornándola para que, quien fuera, no pudiera ver lo que había sucedido. No habría podido decir por qué quería ocultarlo pero, por alguna razón, se sentía mejor así.
—Ya era hora, Dani. Ya estaba a punto de irme. —El joven sonrió cuando comprobó que era Cristina. La muchacha de ojos verdes le miraba con una mueca de fastidio a través de la rendija que había dejado abierta—. ¿Qué pasa? ¿No vas a dejarme entrar?
Con un suspiro, abrió la puerta y la chica entró sin apartar la mirada de él.
—Tienes mala cara —dijo—. ¿Estás…?
Pero su voz se ahogó cuando desvió sus ojos hacia el salón. Con la boca abierta volvió a mirar a Dani.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.
Dani se frotó la cara con las manos, todavía desorientado. No entendía nada de lo que estaba sucediendo. Quizá había entrado alguien en la casa, aunque no era posible, estaba herméticamente cerrada y él no recordaba haber escuchado ningún ruido, ¿o tal vez sí? A su memoria llegó el sueño que había tenido aquella noche. Ana corriendo en un mundo sin formas, Ana cayendo, gritando desesperada que la ayudara. Y luego un sonido extraño que, recordado desde la perspectiva del tiempo, podía haber sonado como muebles destrozados. ¿Había sido real aquel sueño?
—¡Dani! —La voz de Cristina le sacó de sus pensamientos—. ¿Qué ha pasado aquí?
—No lo sé —contestó al fin—. Quizás ha entrado alguien esta noche.
—¿Te has dado cuenta de si te falta algo?
—No, acabo de despertarme. Espera...
Dani se adentró en la jungla en la que se había convertido su salón y, sorteando todos los muebles y carpetas, llegó hasta la mesita que usaba a modo de aparador, que yacía volcada sobre el suelo. La levantó bajo la atenta mirada de Cristina y hurgó en los cajones.
—Qué raro —murmuró.
—¿Qué pasa? —preguntó Cristina impaciente.
Dani se giró mostrando con la mano un sobre blanco. Luego lo abrió y descubrió un fajo de billetes.
—Tres mil euros. No estaban escondidos. Me extraña que quien haya entrado no se los haya llevado. Aparte de esto no tengo nada digno de ser robado. El ordenador tal vez, pero sigue ahí —dijo señalando el aparato que, gracias a Dios, había ido a parar sobre el sofá, el único mueble que seguía en su sitio.
—Aun así tenemos que llamar a la policía.
—No hace falta, Cris. No se han podido llevar nada ¡No hay nada!
—Tú has tenido suerte, pero tus vecinos quizás no la tengan —replicó ella avanzando decidida hacia el teléfono, oculto bajo un montón de papeles—. Además, podían haberte hecho daño.
Dani resopló refunfuñando. Acababa de pasar una noche malísima, le dolía la cabeza y echaba de menos hasta más no poder a su difunta esposa. No quería que un enjambre de policías se adueñara de su casa y le agobiara a preguntas. Por otro lado, Cristina tenía razón, si alguien había entrado en su casa, podían hacer lo mismo con la de sus vecinos. Y ellos sí tenían cosas de valor.
—Está bien, llama —accedió al fin, aunque Cristina ya estaba marcando el 091.
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