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Adelanto de Quinox, el ángel oscuro 3: Eternos

Portada diseñada por Andrea Saga

Nueva York

La cafetería Starz, en pleno corazón de Manhattan, estaba medio vacía aquella noche. Dos hombres, sentados a la barra, mantenían una acalorada discusión sobre el último partido de los Yankees y varias personas más comían algo, acomodadas en los cómodos asientos que estaban pegados a la ventana. Desde allí se veía desfilar las luces que emitían los faros de los coches al pasar por la carretera cercana. Por lo demás todo estaba en silencio.
Miah suspiró fastidiada. Eso era lo que menos le gustaba de su trabajo. Los turnos de noche eran silenciosos y soporíferos. Tanto que, al desviar un momento su mirada de los ventanales que daban a la calle, comprobó que Alex, su jefe, estaba sentado en una silla, con el respaldo apoyado en la pared, haciendo unos crucigramas.  Y ella allí, fregando unos platos como una estúpida.
La puerta silbó cuando alguien entró en el local. La muchacha alzó la cabeza para mirar al recién llegado y se encontró con un hombre alto y apuesto. El hombre más guapo que había visto en su vida. Alex apenas separó los ojos del crucigrama. Estaba claro que tendría que ser ella quién se encargara de atender al cliente. Algo que, por otro lado y mirándolo bien, tampoco era una catástrofe.
Así que, Miah dejó los platos en el fregadero, se limpió las manos y se acercó al hombre, que la miraba desde el otro lado de la barra.
—Buenas noches —saludó ella mostrando la mejor sonrisa que tenía—. ¿Qué desea?
El desconocido la observó un momento con unos ojos perfectamente azules y una medio sonrisa que estuvo a punto de hacer enrojecer a Miah. Ella se sorprendió de captar tanto su atención pues no se consideraba precisamente una belleza. Con sus ojos negros, que contrastaban con su piel extremadamente blanca y su silueta delgada y desgarbada, no atraía demasiado la mirada de los hombres.
Sin embargo, el que tenía delante la estaba repasando centímetro a centímetro.
—Esta noche tengo hambre —dijo al fin el recién llegado—. ¿Qué tal un buen plato de chorizo con huevos fritos?
Miah miró la hora. Las cinco de la mañana. No era mala hora para cenar, si habías estado toda la noche de marcha. En Nueva York eso no era extraño. En aquella ciudad podía suceder cualquier cosa.
—¿De beber? —preguntó mientras pasaba el papel con la comanda por un hueco practicado en la pared que daba a la cocina.
—Café —repuso él—. Aún queda noche por delante.
Ella rió ante el comentario.
—Amigo, son las cinco de la mañana —Miah pulsó el botón que pondría en marcha la cafetera—. Dentro de poco se hará de día.
—No me refiero eso. ¿Cómo te llamas?
Ella se sorprendió ante el cambio repentino de conversación pero, en cierto modo, se sintió halagada. No todos los días un hombre tan apuesto le preguntaba su nombre. De hecho, nunca lo hacían.
—Miah —susurró mientras colocaba la taza de café en la barra.
—Bonito nombre —concedió él al tiempo que cogía la taza y le daba un largo trago.
La muchacha tuvo que contener un gesto. El líquido estaba recién salido de la cafetera, ardiendo. Sin embargo el hombre no pareció acusar la temperatura en su garganta.
—Y dime, Miah ¿Qué hace una chica como tú en una cafetería a las cinco de la mañana?
—Bueno… trabajo aquí.
Él respondió con una preciosa sonrisa.
—Ya, pero no me refería a eso.
—Digamos que no he tenido suerte. Este trabajo me permite, al menos, pagar el alquiler.
El desconocido miró tras Miah, directo hacia Alex, que seguía enfrascado en su crucigrama.
—Sin embargo, parece que aquí todo lo haces tú ¿verdad?
Ella también observó a su jefe y luego miró al hombre.
—Es el jefe, supongo que puede permitírselo.
—Sí, es lo que tienen los jefes.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber ella, envalentonada por la agradable conversación que estaban teniendo.
En ese momento, la puerta volvió a silbar. Un hombre y una mujer entraron en el local y pasearon la mirada por todo el lugar. Miah sintió un ramalazo de envidia al ver la perfecta figura de la recién llegada. Era preciosa. Por suerte, iba acompañado de un hombre, no menos perfecto, y seguro que la atención del desconocido que tenía delante no se vería desviada hacia ella. Parecía que esa noche se concentrara en el Starz una reunión de modelos o algo parecido.
—Disculpa —se excusó ella—. Voy a atenderles y ahora vuelvo.
De pronto, el hombre extendió un brazo y la agarró de la mano, obligándola a volverse.
—No deberías estar aquí —le dijo en un susurro—. Vete, por favor. Es muy peligroso.
Y sin esperar contestación, se levantó y se giró para enfrentarse a los dos recién llegados.
—Siriel… Baal’ zam —dijo a modo de saludo—. Estáis últimamente muy pesados.
—Estamos hartos de tu equilibrio, Núcleo —repuso la mujer.
—Ah, pero os conocéis —comprendió Miah tras la barra—. ¿Deseáis algo? —añadió intentando hacerse ver tras la espalda del cliente.
—Te he dicho que te vayas, Miah —dijo este. Luego volvió a prestar su atención al hombre y la mujer—. Será mejor que os vayáis, sabéis lo importante que es mi papel. Baldur puede volver en cualquier momento.
El hombre tomó la palabra al fin, acercándose a aquél al que habían llamado Núcleo.
—Baldur hace cientos de años que no aparece, Marlen. Posiblemente esté perdido en cualquier dimensión. Bien lejos de aquí.
Así que se llamaba Marlen, pensó Miah. No era un nombre excesivamente bonito para un hombre, pero le valía.
—Disculpad —intervino—. Podéis seguir hablando de… lo que sea de lo que estáis hablando. Pero decidme qué queréis y os lo traeré.
Baal’ zam apartó la mirada de Marlen para posarla en la muchacha.
—No te metas donde no te llaman, niña.
—¿Cómo se atreve? —por fin, Alex se había desentendido de su crucigrama y se acercaba a grandes pasos a Baal’ zam—. Pídale disculpas a la señorita ahora mismo —ordenó.
El hombre hinchó las narices en un gesto de fastidio y enfado. La mujer se apresuró a colocar una mano en su hombro para tranquilizarle.
—No hemos venido aquí para esto —dijo.
—Estos malditos humanos… —susurró Baal’ zam.
—¿No has escuchado lo que te he dicho? —Alex empujó ligeramente al hombre para intentar captar su atención—. No puede llegar aquí insultando a mis empleados, no…
Su voz se quebró de repente. Alex clavó los ojos en el hombre que tenía delante y luego fue desviando su mirada hasta el rostro de Miah. Y entonces su boca comenzó a chorrear sangre. Miah gritó cuando comprobó que el brazo de Baal’zan estaba hundido hasta el codo en el estomago de su jefe. Cuando este extrajo el brazo, el cuerpo inerte de Alex cayó al suelo como un fardo, dejando una mancha carmesí que iba creciendo a cada instante.
Y entonces llegó el caos. Marlen atacó primero golpeando en el cuello de Baal’ zam y apartándolo momentáneamente de su lado. Siriel dio un salto y se abalanzó sobre él, que logró esquivar el golpe por poco y alejarse lo suficiente.
Todos en el Starz gritaron. Varias de las parejas que comían algo tranquilamente saltaron de sus asientos y corrieron a la salida. La discusión sobre el último partido de los Yankees pasó a un segundo plano, de repente, y los dos hombres lanzaron varios alaridos al aire y siguieron los pasos de las parejas, pasando por encima del cadáver de Alex.
Miah, por su parte, al ver la cruel e inexplicable muerte de su jefe, se agachó horrorizada para protegerse con la barra. Aunque algo le decía que nada podría salvarla de un hombre que había atravesado el cuerpo de otro, solo con ayuda de su brazo.
La batalla no se hizo esperar. Al otro lado de su parapeto, la muchacha escuchó golpes y maldiciones. Una lluvia de cristales cayó sobre ella, sin duda provenientes de los vasos que aún quedaban sobre la barra cuando Marlen llegó. Ella se arrastró por el suelo, intentando protegerse la cabeza con los brazos pues comenzaban a caer cascotes de piedra del techo. Y entonces, se escuchó el aleteo.
Era como el sonido que hace un águila al alzar el vuelo, pero más alto. Mucho más potente. El ruido se dejó oír y, al poco tiempo, varios sonidos iguales se le unieron. Y se hizo el silencio.
Miah intentó escuchar algo a través de la quietud que se había apoderado del Starz, pero no oyó nada. Nadie hablaba, únicamente algún cristal al caer sobre el suelo, daba algo de realidad a la escena.
La muchacha se limpió los mocos que caían de su nariz e intentó recuperar la calma. Ya había pasado todo, se decía. Cerró los ojos, deseando que cuando volviera a abrirlos, todo fuera como antes. Pero no fue así. La luz parpadeante del local seguí allí, vibrando de manera desquiciante.
Al fin, haciendo acopio de la poca valentía que tenía, Miah se levantó lo justo para asomar los ojos sobre la barra. Lo que vio terminó por desmontarla. Marlen estaba apoyado contra la única pared del local que no tenía ventanas. Estaba elevado varios centímetros del suelo, clavado al cemento por una espada, brillante y pulida, que penetraba en su hombro y que surgía del brazo de Baal’ zam. Además, Miah comprobó aterrorizada que, tras la espalda del asesino surgían dos enormes alas parecidas a las de un cisne. Y Siriel no se quedaba atrás.
Al principio, la mujer parecía estar fundida con la oscuridad pero, al moverse, Miah la vio. De su espalda también surgían alas. Dos preciosas y enormes alas de cisne.
Las dos figuras aladas ignoraron por completo a la muchacha. Siriel se acercó al cuerpo moribundo de Marlen y clavó sus ojos verdes en los de él.
—No teníamos que haber llegado a esto —dijo—. Podíamos habernos unido.
—Sabes que eso no es posible —susurró Marlen con la voz entrecortada—. El equilibrio…
—El equilibrio sólo es un invento.
—Deja de hablar con él —intervino Baal’ zam moviéndose para que su espada saliera de la carne de la víctima—. ¿Quién será tu sucesor? —preguntó volviéndose hacia Marlen.
—Ni… siquiera yo… lo sé.
—Da igual —dijo Siriel girándose y desentendiéndose de la conversación—. Al menos hemos ganado tiempo. El nuevo Núcleo necesitará un tiempo para aprender a usar sus poderes. Mientras tanto, podremos buscar las piedras y la joya sin interrupciones.
—Nuestra unión sólo es temporal, Siriel. Debes tener eso bien claro.
—Sí, lo sé, Baal’ zam. Sólo hasta que el Núcleo haya muerto.
Un sonido les llamó la atención. Alguien corría a través de la cocina, posiblemente para escapar por la puerta trasera del local.
—La camarera —comprendió Baal’ zam.
—Déjala —ordenó Siriel—. No dirá nada. Y si lo hace nadie la creerá.
—Ha muerto —anunció entonces el hombre. Había vuelto a mirar el cuerpo de Marlen y este yacía sin vida sobre los cristales rotos, con la herida del hombro expulsando sangre.
Siriel se agachó junto al cadáver y cerró los ojos del muerto con cariño.
—Lo siento —susurró.

En la calle aledaña al Starz, una figura corría como alma que lleva al diablo, pisando con fuerza los charcos de la lluvia del día anterior. Miah estaba aterrorizada después de lo que acababa de ver. No sabía qué eran esas criaturas, ni por qué se habían peleado entre sí. Pero lo único que quería era alejarse de ellas lo más posible.
Siguió huyendo un buen rato, forzando sus músculos al límite, ayudada por las fuerzas que el miedo le infundía. Por fin, derrotada y llorando, paró. A lo lejos, se escuchaba el sonido de las sirenas de la policía y los bomberos que, sin duda, acudían al Starz alertados por el sonido de la batalla. Pero ella no volvería. Se negaba a ello.
Más tranquila comenzó a caminar en dirección a su casa. Quería ducharse y descansar. Quizás, a la mañana siguiente, cuando despertara, todo no fuera más que un mal sueño. Y entonces, al pasar cerca del escaparate de una tienda de ropa, Miah volvió a detenerse. Había visto por el rabillo del ojo su reflejo y había notado algo extraño.
Con miedo, temiendo lo que estaba a punto de ver, retrocedió unos pasos y se acercó al cristal. Frunció el entrecejo al ver la imagen que le devolvía. Tuvo que parpadear varias veces para convencerse de que lo que estaba viendo era real.
Con la mano temblorosa acarició el cristal. Pasó los dedos por el reflejo de sus ojos. Parecían ser más claros. ¿O tal vez era su piel que se había vuelto más oscura? Su cabello también había sufrido una transformación. La desordenada mata negra había dado paso a un precioso pelo lacio y suave color fuego.
Aterrada y sorprendida al mismo tiempo, Miah retrocedió para comprobar que su cuerpo también había cambiado. Bajo el uniforme blanco de la cafetería se adivinaban unas formas que, unos momentos antes, no estaban allí. 
—Oh, Dios mío —susurró—. ¿Qué me ha pasado?

* * * *

Raven City
Cinco años después

Llama Blanca aterrizó sobre el suelo del balcón y se giró para observar las vistas mientras plegaba las alas. Desde el piso quince de aquél edificio podía verse perfectamente la línea de la costa de Raven City y, muchos metros más abajo, las personas caminaban de un lado a otro por el paseo marítimo como minúsculas hormigas.
La justiciera no sintió nada respecto a la altura. Al fin y al cabo ella surcaba los cielos de la ciudad más alto si cabe. No era nada especial para ella. Volvió a darse la vuelta para caminar hasta la puerta de cristal que daba acceso a la casa. Una vez dentro, Tom Randall la miró con expresión de fastidio.
—No me gusta que entres por ahí —espetó—. ¿Qué hay de mi intimidad? Llama a la puerta como todo el mundo.
—Lo siento —se disculpó ella con una sonrisa—. Es la costumbre.
Randall le devolvió la sonrisa levantándose del sillón en el que estaba sentado.
—¿Qué te parece? —preguntó extendiendo las manos para mostrar a Llama Blanca su nueva y flamante televisión—. Cuarenta pulgadas, imagen de alta definición y DVD integrado.
—Muy bonita. ¿Qué piensas ver ahí? ¿Programas del corazón?
—Olvidaba que a ti no te gusta la televisión. ¿Un refresco?
Tom se internó en la casa en dirección a la cocina. Llama Blanca sonrió al verlo tan feliz. Habían pasado dos semanas desde que encontraran las Piedras de la Decadencia y derrotaran a Baal’ zam, cerrando las Cuevas Oscuras. En ese tiempo, Jake y Jenny, los amigos de Randall, se habían curado de sus heridas y el muchacho había alquilado una casa en pleno paseo marítimo.
También había cambiado ella. Debía matarle. Era el Híbrido, y como tal, representaba una amenaza que había que eliminar. Así se lo había dicho, su Señor, aquél al que debía obediencia.
Pero Llama Blanca sabía que aquello estaba mal. Ella conocía a Randall y sabía que no era malo, que podía salvarle. Aunque por otro lado, estaba segura de que su Señor era más sabio que ella. Había vivido mucho más tiempo y tenía más experiencia. Por mucho que le doliera, tenía que matar a Randall.
—Sí —contestó—. Una Coca cola.
Ella le observó a través del hueco que había en la pared, que daba a la cocina y que, sin duda, usaría para pasar los platos hasta el salón. Su amigo se había girado y hurgaba en el frigorífico en busca del refresco. Aquél era el momento, pensó con dolor.
Alzó una mano temblorosa e invocó su poder. Una llama de fuego apareció en la palma. La mantuvo allí un momento, cargándola lo suficiente para que matara con rapidez a su amigo. Iba a hacerlo por la espalda, a traición. Él le salvó la vida dos semanas antes. No se merecía aquello. Cerró los ojos indecisa. ¿Qué hacer?
“Nada puede salvarlo. Su destino es acabar con la humanidad. Debes truncar ese destino ahora que no tiene poder”. Las palabras de su Señor irrumpieron en su mente como un torrente. Tenía razón, maldita sea, la tenía. Sin abrir los ojos para no ver el final de Randall, Llama Blanca se dispuso a lanzar la bola que acabaría con su amigo.
Pero el timbre de la puerta la interrumpió. Ella abrió los ojos e hizo desaparecer la bola de fuego a toda velocidad. En realidad se sintió aliviada. 
Tom se levantó sobresaltado con un paquete de latas de refresco en la mano.
—¡Lo encontré! —gritó con aire triunfal—. ¿Llama Blanca?
Pero la muchacha se había ido. La puerta del balcón estaba entreabierta y Tom habría jurado oír el sonido de un aleteo. El timbre volvió a sonar y Randall dejó las latas sobre la encimera y se dirigió a la puerta.
Jake y Jenny entraron en la casa en cuanto él abrió la puerta. No se esperaba aquella visita, pero lo cierto era que le apetecía pasar un rato con sus amigos. Echó una última mirada hacia el balcón para comprobar que, realmente, Llama Blanca no estaba allí y luego se volvió hacia los recién llegados.
—¡Chicos! —exclamó—. Que sorpresa.
—¿No pensabas invitarnos nunca a visitar tu nueva y flamante casa? —preguntó Jenny con una sonrisa—. ¡Es preciosa!
—Gracias. ¡Pasad!
Los invitados pasaron y, tras el clásico tour por la casa, se sentaron en el sillón.
—Me alegro de que decidieras quedarte —comentó Jake con una sonrisa. 
Tom se fijo en que la expresión de su amigo no era del todo franca. Había algo extraño. No, no estaba contento. Al menos no del todo.
Tras lo sucedido dos semanas antes, Jake estaba mejor de la herida que el cuerpo poseído de Nathan Hurley le había infligido. Sin embargo, en la mirada del rico empresario había algo de desconfianza. Randall sospechaba que su amigo no terminaba de fiarse de él. Y lo comprendía. Todo había sucedido justo cuando él volvió a la ciudad y, de alguna manera, sabía que él estaba implicado. Además, estaba seguro de que no le gustaba lo más mínimo la relación que mantenía con Jenny, su esposa.
Lo que Jake no sabía era que Tom decidió quedarse en la ciudad para protegerlos. Sabía que todo lo sucedido, de un modo u otro, tenía algo que ver con él y sus amigos podían estar en peligro. Por eso había alquilado aquél dúplex y escondido el maletín con el dinero en el segundo piso. Por eso estaba allí.
—Yo también me alegro, chicos —dijo—. Os echaba mucho de menos. ¿Queréis algo de comer?
En ese momento, un teléfono comenzó a sonar. Jake dio un respingo y metió la mano en el bolsillo. Mientras Tom y Jenny se alejaban en dirección a la cocina para preparar algo de picotear, Turner salió al balcón para hablar en la intimidad.
—¿Te quedaras mucho tiempo? —Jenny hizo la pregunta con miedo, como si temiera una respuesta.
—No lo sé —contestó Tom sacando del frigorífico un poco de embutido. Y decía la verdad, no sabía cuánto estaría en la ciudad. De hecho, no sabía si había hecho bien al quedarse. Llama Blanca le explicaba muy poco, solo lo justo y necesario y ni siquiera sabía si la justiciera le decía la verdad—. Tal vez un tiempo.
Ella le miró con aquellos ojos que tanto le gustaban. Randall se sentía fatal por lo sucedido dos semanas antes y, aunque la chica no lo aparentaba, sabía que le había afectado. Ver como un hombre al que el brazo se le convertía en una afilada espada acuchillaba a su marido, no debió ser una visión agradable.
—Cuanto más, mejor —comentó ella, alargando un brazo para acariciar los dedos de Tom.
—Tendréis que comer sin mi —anunció Jake entrando de nuevo en la casa—. Tengo que ir a la oficina. Ha surgido algo.
La mirada de Jenny lo dijo todo. Ojos caídos, labios apretados… la misma cara que puso Meredith apenas un mes antes, cuando Randall le dijo que tenía que irse a trabajar después de una noche de sexo. Decepción, desesperanza… Tom sacudió la cabeza. Aquello había sucedido en otro tiempo, en otra vida.
—Está bien —dijo la muchacha en un susurro—. Hablamos luego.
Cuando Jake se fue, ambos amigos se dirigieron a la mesa. La televisión estaba puesta y, en esos momentos, una atractiva mujer daba las noticias de última hora.
—¿Estás bien? —preguntó Tom, una vez se sentaron frente a la pequeña mesa.
Ella desvió la mirada y la perdió en la pantalla del televisor.
—Últimamente está… imposible —dijo—. Apenas pasa tiempo en casa.
—Está ocupado —Randall intentó excusar a su amigo, aunque sabía que nada podía ocultar el hecho de que no hacía ni caso a su esposa—. Me comentó que estaba liado con no se qué proyecto. Tal vez, cuando esto termine…
—¿Y si no termina, Tom? ¿Y si después de este proyecto viene otro, y otro más? ¿Hasta cuándo podré aguantarlo?
—Tal vez debáis tener paciencia… los dos.
—La paciencia hace tiempo que se agotó —declaró ella metiéndose un trozo de pan con paté en la boca.
Tom, sin saber muy bien qué hacer, se arrastró por el sofá hasta ponerse junto a ella. Rodeó sus hombros con sus brazos y la atrajo hacia sí.
—Últimamente no estoy bien —continuó la joven—. Tengo pesadillas y no soy capaz de dormir seguida toda la noche. A veces pienso que todo habría sido distinto si tú no te hubieras ido.
—Yo no tengo nada que ver en todo esto, Jenn. Es a Jake a quien quieres. 
—Tal vez, pero no es él quien me quiere a mí.
Jenny levantó la cabeza, colocándola a pocos centímetro de la de Tom. Él pudo oler el aroma que desprendía su piel y sintió que un calor subía por su estomago. Sus manos se entrelazaron.
—Confía en él —susurró Randall—. Tarde o temprano…
—No puedo confiar en alguien que nunca está —le interrumpió ella posando sus labios en los de él.
Tom se dejó llevar. Hacía ya un mes de la muerte de Meredith y su recuerdo le atormentaba cada noche. Añoraba la tibieza de su cuerpo, las carantoñas por la mañana. El calor humano, en definitiva. Por eso cuando Jenny le besó, él la abrazó con fuerza, rodeando la delgada figura de la muchacha.
Ambos se echaron en el sofá, besándose desesperadamente. Las manos de ella exploraron bajo la camiseta de Randall, que sintió que se encendía poco a poco. 
Y entonces, él se detuvo. Algo había llamado su atención. Unas palabras que la atractiva presentadora del telediario había dicho.
—¿Qué pasa? —quiso saber Jenny, con la voz entrecortada.
Tom desvió la mirada mientras ella seguía besando su cuello y acariciando bajo su camiseta. Lo que vio en la televisión le obligó a apartar con delicadeza el delgado cuerpo de la muchacha.
—¿Qué pasa? —repitió ella, indignada—. ¿Es que…?
—Calla un momento, por favor —pidió Randall inclinándose para coger el mando a distancia y subir el volumen del aparato.
«…policía investiga la fuga de un preso, altamente peligroso, de la cárcel de Las Vegas», informaba la mujer. «Pete Reinolds, conocido en los círculos criminales de Las Vegas como El rompehuesos, rompió las defensas de la cárcel…». Aquí pusieron una imagen del criminal.
Tom se puso en tensión. No pudo evitar alargar una mano y servirse un poco de alcohol en un vaso de una botella que, previamente, había puesto sobre la mesa. 
Por fin le ponía cara al asesino de Meredith. Por fin sabía quién era el responsable de su caída en desgracia. Hasta hacía un momento, prácticamente lo había olvidad, decidido a comenzar una nueva vida. Pero había vuelto, había escapado de la cárcel en la que él había colaborado para meterle y ahora era una presencia bien real. Alguien que su corazón le pedía que matara.
Sintió rabia. Había fantaseado con la idea de vengarse muchas veces. Pero la ignorancia de su verdadera identidad y la necesidad de alejarse de todo aquello que había sido en Las Vegas, le disuadía. Ahora lo tenía delante. Tenía un rostro.
El vaso que había estado aguantando en la mano reventó, cedido por la fuerza.
—Oh, Tom —exclamó Jenny, sobresaltada.
Los cristales habían volado alrededor. Cristales finos, de los que se clavan en la piel con facilidad. Rápidamente, la muchacha corrió a por un trapo para curar las heridas de Randall, pero se detuvo al coger la mano de Tom.
—No tienes nada —comentó.
Pero su amigo no la escuchaba. Su mirada estaba clavada en el hombre de ojos azules y pelo blanco y extremadamente corto que había en la pantalla del televisor. El licor resbalaba por su mano, arrastrando los pequeños trozos de cristales que debían haberse clavado en su piel.
Su interior hervía de furia y rabia contenida.

* * * *

En las afueras de Raven City se alzaba una monumental mole de metal. Antiguamente una fábrica de tabaco cayó en desgracia a mediados de los setenta, dejando como único recuerdo su esqueleto metálico podrido. En aquellos momentos era usada únicamente por los jóvenes de la ciudad, que acudían allí para fumar y divertirse, alejados del bullicio y de la vigilancia de sus padres.
Pero lo que nadie alcanzaba a imaginar, es que bajo sus pies se extendía un amplio complejo científico, propiedad de la Turner Enterprise. Allí, en el más absoluto de los anonimatos, se realizaban experimentos de todo tipo, destinados a hacer, más rico si cabe, a Jake Turner.
El cabeza visible de la empresa entró en el complejo con paso decidido. Había estado esperando la llamada que había recibido en casa de Tom durante un largo año. Y por fin había llegado. Por fin su tan ansiado proyecto había concluido. Recorrió los largos pasillos subterráneos, flanqueados a cada lado por luces blancas hasta llegar a una puerta de madera.
La puerta se abrió sin un crujido y Jake entró en una habitación repleta de ordenadores de todo tipo y de hombres vestidos con batas blancas. Su equipo de científicos. Al fondo, una ventana dejaba ver otra habitación, ésta completamente negra, en la que había una camilla, iluminada por un potente foco de luz. Sobre ella, el cuerpo inerte de una persona, miraba el techo con los ojos vacíos. Justo al lado, una columna de metal surgía del suelo para llegar al techo. Y en su interior, en una pequeña concavidad, se encontraba el objeto que hacía posible el milagro que, esperaba, estaba a punto de ver.
Cada vez que veía la piedra se asombraba igual. Por más conocimientos que tuviera sobre ella siempre le sorprendía. La joya pudiera parecer una joya normal, pero en su interior se retorcía una nebulosa de luces que cambiaba de colores. Era como si palpitara. Sus científicos habían intentado abrirla para descubrir los secretos que encerraba, pero fue inútil. Nada pudo hacer mella en la lisa superficie de la piedra.
—Doctor Andrews —saludó Jake cuando uno de los científicos se acercó a él, un hombre de unos cincuenta y cinco años, obeso y con calvicie—. Esperaba su llamada con ansia.
—Ha sido maravilloso, señor Turner —Andrews no parecía querer esperar a contar sus últimos adelantos—. Algo que jamás habría imaginado poder presenciar. Y sólo con eso —añadió señalando con un dedo tembloroso la piedra que había en la habitación contigua.
Su jefe sonrió, ansioso por ver aquello que le querían mostrar.
—¿Cree que podemos sacarlo a la luz?
—Lo verá ahora mismo, señor —el científico hizo un gesto a uno de sus subordinados, que pulsó un botón que apagó todas las luces. Sólo en la habitación de al lado permaneció encendido el foco que iluminaba el cadáver. La piedra a través del cristal latía con un débil resplandor. Aquello era lo que más maravillaba a Jake, la extraña luz que revoloteaba en el interior de aquella joya encontrada tanto tiempo atrás, en pleno desierto del Sahara.
—Morrison nos ha proporcionado este nuevo cadáver —explicó Andrews a su lado—. Ahora verá.
Jake respiró hondo cuando el científico pulsó otra de las teclas. Esta vez, en la habitación de la piedra se escuchó un zumbido. La joya brillo con más intensidad. Tanto, que Turner tuvo que entrecerrar los ojos para poder ver bien. No quería perderse ni un instante de tan mágico momento. 
De repente, el cadáver cobró vida. Turner apenas podía creer lo que estaba viendo. Nada más entrar, lo había visto. La mirada perdida, los ojos vacíos y vacuos; la tonalidad cenicienta de su piel. Ese hombre estaba condenadamente muerto. Y ahora, sus brazos se movían. Sus ojos miraban el techo con vida, el color de su piel volvía a ser normal. Aquella piedra, o lo que fuera que había en su interior, le había resucitado.
—Me voy a hacer de oro. ¿Cuándo podemos sacarlo a la luz?
—Aún tenemos mucho que mejorar, señor Turner —respondió Andrews—. El último que resucitamos no ha salido del todo bien.
—¿A qué se refiere?
—Conserva sus recuerdos, pero no todos. Está desorientado y tiene accesos de locura.
—¿Cree que podrá arreglar eso?
—Es pronto para saberlo —fue la escueta respuesta del científico.
—Bueno trabajo, doctor Andrews —le felicitó extendiendo la mano para apretársela—. Manténgame informado.
Sin esperar respuesta, Jake Turner se giró para marcharse. Tenía muchas cosas que hacer.

* * * *

Aquella habitación era fascinante. David Dean paseó la mirada por enésima vez sobre las paredes cubiertas de imágenes surrealistas. Ángeles y demonios se retorcían por doquier en una extraña danza macabra. También había esculturas, pequeñas figuras que representaban a las mismas criaturas.
Si no hubiera visto lo que vio dos semanas antes, cuando Pete “El rompehuesos” Reinolds, escapó de la prisión volando a través de una ventana, con dos enormes alas de murciélago aleteando en su espalda, pensaría que su compañero estaba loco.
Pero no era así. Era demasiada casualidad. Richard Bryan, que ahora se debatía en coma entre la vida y la muerte, sabía algo sobre el criminal y sus extraños poderes. Así lo atestiguaban todas aquellas reliquias que guardaba escondidas en una habitación secreta en su propia casa. 
Pasó la mano por un antiguo oleo que representaba a la Virgen María con el niño Jesús en brazos. Tras ella, como si de una aparición terrorífica se tratara, una criatura con alas de pesadilla los miraba con expresión perdida. También había una figura, al parecer moldeada en barro, que representaba a dos de las mismas criaturas, una de ellas con alas de ángel, inmersos en una batalla con extrañas espadas llameantes en sus manos.
Pero de todas ellas, de todas las reliquias que había allí, la que más curiosidad le despertaba era un antiguo pergamino, en el que había dibujado algo, a base de carbón creía David. Se trataba de un paisaje de montaña, repleto de frondosos árboles. Un riachuelo discurría sinuoso entre ellos. Y allí en medio, un cráter con una extraña piedra negra. Un meteorito, tal vez. Y de él surgía algo, como una voluta de humo con forma humanoide. Le llamaba la atención porque era el único objeto en aquél lugar que no mostraba criaturas con alas. No parecía ser un demonio o un ángel. Sin saber exactamente por qué, le asustaba aquella imagen.
El sonido de su móvil le sacó de sus pensamientos.
—Agente Dean —respondió.
Una sonrisa se dibujo en su rostro cuando escuchó lo que le decían al otro lado de la línea.
—Está bien. Muchas gracias, doctor —agradeció antes de colgar.
Sin perder un instante, David salió de la habitación y arrastró el mueble que hacía las veces de puerta hasta cubrir por completo la abertura. Una vez hecho el trabajo salió de la casa apresuradamente.
Richard Bryan había despertado del coma y era hora de que contestara a algunas preguntas.

* * * *

Raven City era preciosa desde aquella altura. Llama Blanca observaba la ciudad, sentada con los brazos rodeando sus rodillas, en lo más alto de la enorme mole de cristal que era el Edificio Turner. Por la noche, las luces de los edificios formaban una amalgama maravillosa de colores que le hacía sentir relajada. Desde allí no se escuchaba el ruido del tráfico ni las voces de los habitantes que protegía. Sólo una débil brisa de aire fresco golpeaba su rostro y hacía ondear su melena.
Solía acudir allí cuando necesitaba pensar. En aquellos momentos, su Señor no podía serle de gran ayuda pues su problema radicaba directamente en él. Quería que acabara con Tom, pero ella no estaba segura de poder hacerlo. Esa misma mañana lo había intentado, como otras tantas veces, a lo largo de las dos semanas anteriores. Pero era inútil. No podía. ¿Y si su Señor se equivocaba? ¿Y si asesinaba a alguien inocente? No podría vivir con ello el resto de su vida. Además, había algo más.
Se lo había negado a sí misma, había intentado ocultarlo, pero lo cierto era que sentía algo por ese hombre. No sabía si era amor o, simplemente aprecio. Tal vez sólo fuera la necesidad que tenía de contacto, de cariño. A lo mejor no era nada, pero notaba una extraña comezón en el estomago cada vez que pensaba en asesinarle. Y aquello la frustraba.
Se levantó, observando la ciudad a su alrededor. Estaba en el mismo borde del edificio. A sus pies, doscientos metros de vacío hasta el suelo, donde serpenteaban las carreteras y las luces de los coches. Alzó la mirada para mirar directamente a la luna llena y sentir el aire refrescar su rostro. Necesitaba hacer algo, si no se volvería loca. Por eso saltó.
Adquirió una posición vertical, para no generar ningún tipo de resistencia al aire. Cayó a toda velocidad, sin perder de vista el suelo, que se acercaba cada vez más. Y entonces desplegó sus alas, que aparecieron a su espalda como por arte de magia. Las alas frenaron la caída un momento, para luego remontar el vuelo y planear entre los edificios.
Se deslizó suavemente en el aire, cimbreando sus alas con elegancia, atravesando con velocidad el cielo de Raven City. Buscaba algo concreto, mientras observaba el suelo que pasaba rápidamente debajo de ella.
Alguien gritó entre los edificios de la ciudad. Llama Blanca oyó el lamento rebotar en las paredes, directamente hasta sus oídos. Sin perder un momento, viró el vuelo para dirigirse al origen del grito. Era una mujer, el grito que había oído era de mujer. Como por arte de magia, los latidos de su corazón se aceleraron, como siempre que actuaba. Cinco años atrás no habría pensado así, pero lo cierto era que sentía una extraña satisfacción cada vez que salvaba a alguien de las garras de la muerte.
Imprimió más velocidad al movimiento de sus alas para acelerar su vuelo. Su objetivo estaba cada vez más cerca. Lo localizó saliendo a todo correr de un oscuro callejón. La mujer huía de algo que la había aterrado, pero parecía estar a salvo. Por propia experiencia, Llama Blanca sabía que, tras una mujer corriendo, casi siempre iba su atacante. Pero nadie más salió del callejón. Extendió sus alas para frenar la velocidad y descender suavemente.
La víctima ya se había perdido tras una esquina, pero seguían escuchándose sonidos en el interior del callejón. Una vez posada en el suelo, la justiciera escondió sus alas y caminó lentamente. Alguien forcejeaba. Pudo ver dos figuras al fondo de la calle, iluminadas por una farola que parpadeaba. Eran dos hombres peleando. Su mente comenzó a trabajar y dedujo lo que había pasado. Uno de los dos había intentado atacar a la mujer y el otro la estaba defendiendo. Algo muy común.
Sin embargo, frunció el entrecejo al comprobar que aquello iba a más. Uno de ellos no estaba simplemente defendiendo a la mujer. Mantenía al otro hombre atrapado contra la pared, apretando con fuerza su cuello.
—¡Eh! —gritó—. ¿Qué demonios haces?
El atacante la ignoró y Llama Blanca apretó el paso para acercarse lo más posible a ellos. Una cosa era proteger a una mujer indefensa, otra muy distinta, asesinar al agresor.
—¡Déjale en paz! —ordenó haciendo que su voz resonará entre las paredes del callejón.
Entonces, por fin, le soltó. La víctima cayó al suelo como un fardo y respiró a toda velocidad, intentando recobrar el aire perdido. La silueta del agresor se giró hacia ella y Llama Blanca pudo ver el destello de unos ojos bajo la luz de la farola.
—Está muy bien que hayas salvado a la muchacha —dijo la muchacha—, pero no creo que matarle sea la solución.
Seguía avanzando, impaciente por averiguar la identidad del hombre que había levantado en el aire, con tanta facilidad, a la figura que estaba tirada en el suelo. Lo había hecho con una sola mano, lo que le daba una pista de la fuerza que podía tener el desconocido.
El que había atacado a la mujer se revolvió en su sitio y comenzó a arrastrarse en el suelo para alejarse de su atacante. Finalmente, se levantó y, acuciado por el miedo corrió hasta perderse en la oscuridad. Llama Blanca le dejó huir. En aquellos momentos le interesaba más el hombre que tenía en frente.
—Merecía morir —dijo el desconocido en un susurro.
La justiciera frunció el entrecejo. Había escuchado esa voz. Le resultaba tremendamente familiar. El que había hablado dio un paso atrás para alejarse de ella. Y, por fin, la luz de la farola iluminó sus rasgos.
—Maldita sea, Tom —musitó Llama Blanca—. ¿Qué has hecho?
Randall estaba frente a ella. Era una imagen completamente diferente a la que había visto esa misma mañana, en su piso nuevo del paseo marítimo. Unas oscuras ojeras enmarcaban los ojos, antes vivarachos del muchacho, y toda la piel de su rostro estaba perlado de un sudor pegajoso.
—Quería violarla —continuó Tom—. No podía dejar que saliera con vida, Llama Blanca.
—No debiste hacer eso. ¿Qué habría pasado si no llego a aparecer? ¿Le habrías matado?
—¿No era esto lo que querías? ¿No me dijiste que podía ser un superhéroe?
—Pero no así. No tienes derecho a matar.
—¿Y él? —replicó Randall señalando con la cabeza el lugar por el que se había marchado el violador.
Ella meneó la cabeza, destrozada. Llevaba dos semanas negándose a matarle porque podía ver algo más en él, que el simple hecho de que era el Hibrido, el único capaz de acabar con el mundo. Su Señor, se lo había dicho, y ella se negaba a hacerle caso. Quería ver luz en la oscuridad.
—No me lo pones fácil. Yo confiaba en ti. Creía que eras bueno. Creía que eras un héroe.
—Tal vez no sea un héroe —dijo él—. Tal vez sea un villano.
Y tras decir esto, Tom Randall se giró y corrió. Llama Blanca quiso seguirle pero sus músculos no le respondieron. Estaba en estado de shock. Finalmente, la verdad había salido a la luz. Estaba equivocada, muy equivocada. Por mucho que le doliera, Tom era un peligro y debía ser eliminado.

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