Portada diseñada por Laura Morales |
La ciudad de Rawa hervía de actividad. Los soldados, componentes de uno de los ejércitos más poderosos de Loreana, corrían a toda velocidad para incorporarse a sus pelotones. Delfos observaba desde una torre el enorme ejército que se extendía a varios kilómetros de la ciudad amurallada. Aquél era el día. El día en el que Rawa debería luchar por la supervivencia.
Pero la verdad es que no guardaba demasiadas esperanzas en la victoria. El ejército de orcos, los Dragones Rojos, era demasiado grande. Muriel, la Reina de la Oscuridad, no había reparado en hombres. Sólo les quedaba una oportunidad de sobrevivir. Y esa oportunidad estaba en aquellos momentos al sur de Loreana, posiblemente acercándose a la Torre de Zordrak donde la Reina de la Oscuridad esperaba su momento para salir al mundo. Era Dareth, el príncipe de Aredia, la oportunidad que esperaban. Él debía salvarlos. Si fracasaba…
—¡Delfos! —una voz grave le sacó de sus pensamientos y el hombre bajó la cabeza para mirar a Gáleron, un enano de doscientos cincuenta años, de larga barba y cejas pobladas, que miraba el mundo a través de unos grandes ojos azules—. ¡Maldita sea, Delfos! ¿Por qué no dejas de mirar y actúas de una maldita vez?
Delfos sonrió y se arrodilló para ponerse cara a cara con el enano. Lo consideraba un amigo… su mejor amigo. Habían luchado juntos durante un año, cuando acompañaban en parte de su largo camino al príncipe Dareth. Por desgracia, tuvieron que separarse y Gáleron y él habían ido a Rawa para realizar cierta tarea; mientras, Dareth y la elfa maga Kimara prosiguieron su camino hacia la Torre de Zordrak.
—Lo siento, Gáleron —se disculpó posando una mano en el hombro del enano—. Estaba pensando.
—Pues deja de pensar que luego no rindes en batalla —gruño Gáleron. Luego giró la cabeza y miró a las largas y estrechas escaleras que bajaban hasta el suelo—. Nuestro amigo Jinzi ha encontrado algo. Cree saber dónde está.
—¿De verdad? —Delfos frunció el entrecejo y se giró—. Entonces será mejor que vayamos y acabemos con esto cuanto antes —añadió, mientras se dirigía con premura a las escaleras.
—¡Espera, humano desgraciado! —protestó Gáleron mientras intentaba ponerse a la altura de Delfos—. Yo no soy un patilargo como tú.
Poco rato después, caminaban entre la gente que corría a esconderse en sus casas para proteger a su familia de la inminente batalla. Delfos y Gáleron iban en sentido contrario y el hombre se sintió extraño al alejarse de una guerra, en vez de acercarse, como habría deseado hacer. Pero la misión que les había llevado allí era tan importante como luchar contra los Dragones Rojos. Debían encontrar a alguien que les ayudaría a derrotar a Muriel en caso de que ésta recuperara su poder.
—Aquí está Jinzi —anunció Gáleron cuando llegaron frente a la puerta de una posada que estaba vacía, pues sus clientes habían corrido a refugiarse. Poco a poco, las calles de Rawa se iban vaciando cada vez más y Delfos tuvo la sensación de encontrarse en una ciudad fantasma.
—Hola, amigos —saludó una voz alegre. Delfos observó a su compañero. Era un elfo que, a pesar de ser cien años mayor que Delfos, no parecía tener más de veinte—. Orrocur está en la ciudad —anunció sin perder un instante su tono desenfadado.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Delfos.
—En las posadas se habla mucho, Delfos —explicó el elfo—. Está en aquél edificio.
Delfos siguió la dirección que indicaba el dedo extendido de Jinzi y lanzó un suspiro.
—¿En la Iglesia de Shera? —preguntó incrédulo—. Ahí solo hay novicias y Altas Adeptas. ¿Cómo puede un orco pasar desapercibido allí?
Abrió los ojos de par en par al encontrar él mismo la respuesta. Jinzi sonrió y asintió con la cabeza.
—Exacto, amigo —confirmó dando uno golpecitos amistosos en el hombro de Delfos—. Estamos hablando de un orco mórfico.
Gáleron refunfuñó y maldijo por lo bajo. No había esperado que Orrocur fuera un orco mórfico.
—¿Y cómo, en el nombre de los Dioses, vamos a encontrar a un orco mórfico en un lugar lleno de personas? —preguntó, más para sí mismo que para los demás—. Seguro que se ha transformado en una hermosa novicia, por la cual nuestro estúpido y enamoradizo amigo Jinzi, caerá terriblemente enamorado.
Delfos sonrió ante la ocurrencia del enano.
—No creo que suceda eso, Gáleron —luego miró al elfo y sonrió—. Por que Jinzi ya sabe quién es, ¿verdad?
Jinzi hizo un movimiento con la cabeza dando a entender que agradecía el voto de confianza del humano y asintió.
—Hace una semana llegó a la Iglesia una Alta Adepta de las lejanas tierras de Maia —explicó—. Solicitó tener una habitación para ella sola y un sótano en el que pudiera guardar algo que había traído. Lo interesante es que, desde que llegó esa mujer, se escuchan extraños ruidos en su sótano… como si hubiera alguien allí.
—Yamira —susurró Delfos al recordar a la hermosa mujer que habían ido a rescatar. No lo hacía solo por que el príncipe Dareth se lo hubiera pedido, porque la mujer fuera importante o porque ella era la única que podría destruir a Muriel si conseguía recuperar su poder. También lo hacía porque la amaba. Y no deseaba perderla.
Sintió el apretón alentador de Gáleron en la mano, y movió la cabeza intentando recuperar la compostura.
—Está bien —dijo al fin—. Vayamos allí y encontrémosla de una vez.
Cuando llegaron a la Iglesia de Shera atravesaron lentamente los hermosos patios, adornados por grandes y bonitas fuentes, que expulsaban agua con gracia. A pesar de la belleza del lugar, Delfos lo veía como un infierno. El orco al que iban a enfrentarse no era un orco normal. Era un mago mucho más poderoso que muchos humanos y, por si eso fuera poco, podía transformarse en otras personas. No, decididamente, aquél lugar no era el paraíso exactamente.
Subieron unas escaleras, brillantes y pulidas, y el humano golpeó la puerta de madera con los nudillos. No esperaba que le abrieran inmediatamente, pues aquél no era un día normal. La ciudad estaba a punto de ser invadida, y todas las novicias y adeptas estarían escondidas. Para su sorpresa, a los pocos momentos de llamar, comenzó a escucharse el sonido de los cerrojos y cadenas y, al fin, se abrió la puerta.
Una mujer mayor asomó una cabeza plagada de canas y cubierta por un mantón azul de Adepta y, al ver a los tres amigos armados y vestidos para la batalla preguntó:
—¿Qué hacen aquí? La batalla está fuera de la ciudad.
Delfos sonrió y dio un paso al frente:
—No somos soldados, señora —le dijo—. Venimos buscando a… —y entonces se detuvo al recordar que no sabía el nombre de la Alta Adepta que buscaban. Se volvió y movió la mano para pedirle a Jinzi que le ayudara.
—Adelaine —reaccionó el elfo—. La Alta Adepta Adelaine. Tenemos un mensaje muy importante para ella.
La mujer les miró un momento sin fiarse del todo, pero finalmente abrió la puerta de par en par y los dejó pasar.
—Debe ser muy importante ese mensaje para venir aquí en mitad de una batalla —refunfuñó—. No podían esperar a que pasara la tempestad —siguió protestando mientras los guiaba a través de los largos pasillos—. Nooo. Tenían que venir aquí a molestar.
—Como no se calle le corto la cabeza a la vieja —gruñó Gáleron en voz baja.
Delfos sonrió al comprender que, en el fondo, esa mujer y el enano harían muy buenas migas.
—Aquí está la habitación de la Alta Adepta Adelaine —anuncio la Adepta de mala gana—. Espero que no molesten más.
Y se marchó refunfuñando palabras ininteligibles hasta que se perdió en el pasillo.
—¿Llamamos? —preguntó Jinzi examinando la puerta de madera con detenimiento.
—¡Maldito elfo cobarde! —explotó de pronto Gáleron—. Llamar a la puerta de un orco que ha secuestrado a la princesa de Aredia… ¡Habrase visto ocurrencia más tonta! ¡Esto se hace así!
Y con la rapidez de un rayo, desenvaino su hacha y la descargó violentamente contra la puerta, que se quebró lanzando trozos de madera por todas partes, sin que Delfos ni Jimzi pudieran hacer nada.
La puerta cayó de sus goznes y la habitación quedó a la vista de los tres. El primero en entrar con decisión fue Delfos. Después le siguieron sus dos amigos. La habitación estaba pulcramente ordenada y la poca luz que entraba por la ventana cubierta por unas gruesas cortinas, daba a la estancia un aspecto un tanto siniestro.
Pero lo que más les sorprendió fue la mujer semidesnuda que estaba apoyada en la pared. La túnica medio transparente dejaba entrever la estilizada silueta de su cuerpo, al tiempo que uno de los tirantes caía sobre su brazo mostrando un hombro bronceado por el efecto del sol. El miedo se reflejaba en un rostro moreno, enmarcado por una ondulada cabellera rubia. Sus ojos, verdes como el follaje de un hermoso bosque, miraban de uno a uno a los compañeros.
—Por los Dioses —Jimzi no podía apartar la mirada de la hermosa mujer—. Es preciosa.
—Te lo dije —susurró Gáleron a Delfos.
—¿Quiénes sois? —preguntó la Alta Adepta con voz dulce—. ¿Qué queréis de mí?
Delfos se recompuso, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, para dejar de mirar a la mujer como un ser humano normal.
—Déjate de truquitos, Orrocur —le dijo con firmeza—. ¿Dónde está Yamira?
—¿Yamira? ¿Quién es?
—¡Maldición! —explotó de repente el humano. Llevaba demasiado tiempo buscando a la princesa y se había hartado de aquella estúpida persecución—. ¡¿Dónde está?!
Y entonces se abalanzó sobre la mujer y la empujó contra el suelo, al mismo tiempo que desenvainaba su espada y posaba la punta de la hoja sobre el suave cuello de la Alta Adepta.
—Te he dicho que me digas donde está Yamira —le ordenó el hombre fulminándola con los ojos.
Y entonces, la Alta Adepta comenzó a llorar. Delfos se vio, de repente, observando el maravilloso rostro de la mujer, con las lagrimas surcando unas suaves y bronceadas mejillas y se dijo a sí mismo que aquella preciosa criatura no podía ser un orco. No era posible. Sus lágrimas eran reales. Las palabras que pronunciaba, a duras penas, presa del terror eran sinceras.
En aquél momento deseó abrazar aquél tibio cuerpo y limpiar sus lágrimas con los dedos. Aflojó lentamente su presa, deseando no haberla empujado nunca.
—Yo no sé nada —susurró la mujer acercando sensualmente sus carnosos labios a los de él—. No sé quién es Yamira… ni Orrocur.
Sus labios se acercaron más y más y Delfos no pudo evitar la tentación de besarlos, de beber de su esencia. Se inclinó, vencido por el deseo.
Y de pronto, algo le empujó hacia atrás y le estrelló contra la pared.
—¡Maldita sea, Delfos! —escuchó que gritaba Gáleron—. Al final vas a ser tú más estúpido que Jimzi.
Delfos vio desde el suelo cómo Gáleron se abalanzaba sobre la mujer con el hacha en alto, dispuesto a matarla. El hombre se levantó para detener a su amigo con la firme convicción de que la Alta Adepta era inocente. Pero se detuvo al ver como la muchacha se levantaba con velocidad, esquivando el hacha del enano, que se clavó con violencia en el suelo, esparciendo piedra a su alrededor. Del rostro de la mujer desapareció todo vestigio de dulzura y Delfos supo que se había equivocado, que había caído en las redes y en las sucias artimañas de un orco mórfico.
Mientras tanto, Jimzi juntó las manos frente a su pecho y comenzó a pronunciar palabras en el idioma arcano. La mujer reaccionó al escuchar esas palabras y emitió un agudo y aterrador grito. Delfos tuvo que taparse los oídos para aguantar semejante sonido. Era el sonido de la locura. Las palabras de Jimzi estaban produciendo el efecto deseado. La Alta Adepta comenzó a temblar violentamente y su cuerpo fue cambiando.
El hermoso rostro moreno y el suave y ondulado cabello rubio fueron sustituidos por una horripilante cabeza calva, de la textura de las serpientes. Los profundos ojos verdes se tornaron del color de la sangre; y el esbelto cuerpo se convirtió en la horrorosa silueta de un orco vestido con una túnica negra como la noche.
Jimzi había logrado anular el hechizo de transformación y, con ello, evitar que ninguno de los tres volviera a caer en sus juegos de falsa seducción. Entonces Orrocur, con su imagen real, desenvainó una espada larga y negra y habló:
—Nunca encontrareis a la princesa —en sus voz ya no había el más leve atisbo de dulzura. Más bien sonaba como el sonido de la propia muerte—. Estáis locos si pensáis que podéis derrotarme, humanos desgraciados.
—¡No me llames humano! —explotó Gáleron de pronto alzando su hacha—. ¡Sucia babosa salida de los infiernos!
Pero el hacha nunca llegó a su destino. Gáleron salió despedido, sin esperarlo, hacia el fondo de la habitación y se estrelló contra un mueble de madera, destrozándolo por completo. Orrocur no había hecho ningún movimiento. Había lanzado al enano por los aires solo con desearlo. Delfos no sabía cómo podría derrotarle… pero debía hacerlo. Yamira debía estar en algún lugar encerrada y sufriendo. No podía dejar que siguiera así.
Orrocur alzó la mirada y clavó sus ojos rojos en ellos.
—Ahora moriréis —dijo. Y empezó a caminar hacia ellos, lenta pero inexorablemente.
Entonces Delfos sintió una presión en su brazo. Jimzi estaba a su lado con la mirada fija en el orco mórfico que se acercaba dispuesto a matarle.
—Mira en su cuello, Delfos —dijo el elfo sin desviar la cabeza.
El hombre obedeció y vio que el orco tenía algo colgado de su cuello, a modo de collar. Era una especia de cajita de forma cilíndrica adornada con bonitos motivos de colores.
—¿Qué es? —preguntó levantando el arma y poniéndose en posición de combate.
—Una Lámpara de Jade —explicó el elfo—. Se usa para encerrar a personas o cosas allí.
Delfos frunció el entrecejo y desvió la mirada del orco para fijarla en su amigo.
—¿Yamira?
Jimzi asintió con la cabeza.
—Es posible.
—Hay que acabar con él —dijo Delfos volviendo a enfrentarse a Orrocur—. Y hay que hacerlo ya.
Y entonces, comenzó la batalla. Al mismo tiempo que, en el exterior de la ciudad, la muralla de Rawa era bombardeada por enormes rocas provenientes de catapultas; al mismo tiempo que los soldados de la ciudad se enfrentaban a sus propios orcos y horrores, Delfos se abalanzó sobre Orrocur, dispuesto a acabar con su vida.
El orco detuvo el primer golpe con facilidad y contraatacó. El humano pudo saltar a un lado y dar una vuelta sobre sí mismo, para encontrar un ángulo y volver a lanzar su espada. Pero era inútil, el orco se movía con gran rapidez y, las pocas veces que Delfos lograba encontrar un hueco libre para clavar su acero, Orrocur se defendía por medio de magia, haciendo que la espada de Delfos tropezara con una barrera de aire.
Mientras tanto, Jimzi y Gáleron, que habían vuelto a ponerse en pie, atacaron a la criatura por detrás. Por desgracia, Orrocur se había dado cuenta y la barrera de aire volvió a aparecer, haciendo inútiles los esfuerzos de los amigos. Y entonces, de un rápido movimiento, Orrocur se giró con la espada en alto y alcanzó a Jimzy, que cayó al suelo con una herida en el hombro de la que surgían gruesos chorros de sangre. Gáleron volvió a salir despedido contra la pared y se quedó inmóvil sobre los trastos esparcidos por la batalla.
—¡No! —gritó Delfos desesperado. Lo que temía estaba a punto de suceder y no podía hacer nada por evitarlo. Orrocur era demasiado fuerte, demasiado poderoso.
El orco mórfico se acercó entonces a él. Delfos se dispuso a esperar el ataque que le daría muerte, pues ya había perdido toda esperanza de rescatar a Yamira. Orrocur lanzó un hechizo que hizo que Delfos volara hasta estrellarse contra una pared. Su espada se escapó de sus manos y cayó en el suelo con un sonido metálico, lejos de él. El orco avanzó hasta él y sonrió.
—Habéis sido muy obstinados —susurró mostrando sus horrorosos dientes—. Eso es lo que os ha matado.
Entonces sucedió lo impensable. Un sonido aterrador surgió desde fuera y, justo cuando Orrocur alzó el brazo para dar el golpe de gracia que mataría a Delfos, el orco se echó hacia atrás lanzando un grito de dolor. Delfos también retrocedió, arrastrándose penosamente sobre el sucio suelo, sobresaltado por el súbito alarido de Orrocur.
Con los ojos muy abiertos observó como el orco empezaba a emitir una brillante luz blanca. Su cuerpo pareció resquebrajarse mientras moría lentamente. Finalmente, explotó en un millón de haces de luz en medio de un desgarrador y agudo grito.
—Ha sido Dareth —susurró la quejumbrosa voz de Jimzy junto al humano. Se había levantado y, agarrándose el dolorido y sangrante hombro, se agachó junto a Delfos—. Ha matado a Muriel ¡Lo ha logrado!
Delfos comprendió entonces y, sin esperar siquiera a que Jimzi lo acompañara se levantó, corrió hasta la ventana y, de un rápido movimiento, abrió las cortinas. La luz del sol penetró en la habitación como si anunciara un nuevo día, una nueva era en la larga historia de Loreana. Delfos sintió a Jimzi pararse junto a él.
Los dos, elfo y humano, observaron con los ojos muy abiertos la escena que se desarrollaba en el exterior. A lo lejos, en la inmensa llanura que se extendía frente a Rawa, los cientos o miles de orcos que atacaban la ciudad y, cuyas catapultas ya habían destrozado parte de la muralla que rodeaba a urbe, se retorcían, presos del dolor que les provocaba la explosión de luz que surgió de su interior. Poco a poco, todos los enemigos de Loreana, fueron desapareciendo en la súbita descarga.
Tras ellos, una pequeña figura se acercó cojeando.
—Estoy bien ¿eh? —se quejó Gáleron mientras se frotaba el costado, dolorido tras el golpe que había recibido—. No os preocupéis, sobreviviré. ¡Malditos y estúpidos hijos del infierno!
La voz del enano sacó de su ensimismamiento a Delfos que se giró rápidamente y buscó con la mirada la Lámpara de Jade que Orrocur había tenido momentos antes colgada del cuello. En el interior de aquél pequeño recipiente se encontraba Yamira. La princesa de Aredia, la hermana del hombre que había salvado Loreana de las garras de La Reina de la Oscuridad; pero sobre todo era la mujer a la que él amaba. Con manos temblorosas agarró la Lámpara , que había encontrado bajo la túnica, ahora inútil, del orco mórfico.
Entonces la abrió.
Del interior surgió una nube de humo blanco que fue a posarse inmediatamente en el suelo y se transformó en una mujer rubia de aspecto frágil. Estaba vestida con la misma ropa que cuando fue secuestrada, cuando se la quitaron a él mismo de sus propias manos, sin que pudiera hacer nada. Delfos corrió hacia ella y la levantó en brazos. Respiraba. Observó su hermoso rostro blanco como el marfil y sus profundos ojos azules, y dio gracias por volver a tenerla junto a él.
A su lado, Jimzi y Gáleron sonreían. Ese era un gesto poco acostumbrado en el enano, pero la situación lo merecía. Dareth y Kimara habían derrotado a Muriel; la ciudad se encontraba a salvo y habían rescatado a la princesa de Aredia ¿Qué más podían pedir?
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