Sara
Brademberg pasó un trapo húmedo por la barra de madera de la cafetería en la
que trabajaba. El local debería haberse vaciado ya, pero el partido de futbol
que enfrentaba a dos de los equipos más importantes de la liga había retrasado
la tranquilidad que tanto deseaba.
Con un suspiro, llenó y sirvió una nueva
jarra de cerveza para servírselo a un hombre que nada más cogerla pegó un bote
para lamentarse porque un jugador había fallado. Los clientes gritaban,
exaltados por las cuestionables decisiones del árbitro, y Sara maldijo a su jefe
por haberla dejado sola precisamente ese día. La muchacha estaba segura de que,
en aquel preciso instante, estaba cómodamente sentado en el sillón de su casa.
Al fin, los tres pitidos pusieron punto
y final a la contienda y la gente comenzó a marcharse. Sara se apresuró a
atravesar el local, pisando cascaras de pipas y servilletas de papel en su
camino, para cerrar con llave la puerta. Una vez hecho, se apoyó en ella y
observó el lugar. Ahora tendría que recogerlo todo. Sola, por supuesto.
Pero antes se tomaría un merecido
descanso. Arrastrando los pies, se acercó a la nevera y sacó una botella de
refresco. Cerró los ojos, intentando acallar el zumbido de sus oídos. Después
de un día en el que el ruido había sido su único compañero, aquél silencio
repentino la desquiciaba.
Luego echó un vistazo al reloj que había
tras la barra con el distintivo de Coca Cola. En diez minutos su novio
Guillermo debería llegar para recogerla y llevarla a casa.
Un golpe en la puerta la sobresaltó,
justo en el momento en el que se llevaba el cuello de la botella a los labios.
El líquido se derramó sobre su camiseta blanca. Era demasiado pronto para que
Guillermo estuviera ya allí. Además, su novio siempre solía recogerla por la
puerta trasera de la cafetería. Seguramente fuera algún cliente que no se había
percatado de que acababa de cerrar.
—Mierda —maldijo, dedicando una
fulminante mirada a la puerta de metal—. ¡Está cerrado!
Sara se levantó con gesto de fastidio,
dejando sobre la mesa la botella y, con ella, sus esperanzas de descansar un
momento.
La puerta era verde, con un pequeño
postigo desde el que se podía ver el exterior. La muchacha había expresado más
de una vez lo poco que le gustaba. No iba con el local, decorado con cuadros de
estrellas de rock, guitarras y con cierto aire americano. Su jefe se empeñaba
en no cambiarla. Según él, si la puerta estaba siempre abierta. ¿Qué más daba
como fuera?
Pero en aquellos momentos, lo que menos
le importaba a Sara era la puerta. Solo quería descansar. Por eso abrió el
postigo de mal humor, dispuesta a decirle a quién quiera que hubiera llamado
que se fuera. Pero no había nadie. En lugar de una persona, se encontró con la
amplia avenida en la que estaba el local. Era de noche, y las luces de las
farolas iluminaban una calle completamente vacía. Un coche pasó a toda
velocidad por la carretera, pero nada más.
—Capullos —se quejó la joven, convencida
de que era víctima de alguna broma de los niños del barrio. Con expresión
agotada, se giró para volver a su mesa, con su refresco—. Deberían estar
acostados.
De nuevo, la puerta volvió a temblar,
esta vez con más fuerza.
—Malditos niñatos —Sara se giró y corrió
para abrir de nuevo el postigo, con la esperanza de pillar desprevenidos a los
niños.
Sin embargo, no fueron niños lo que vio.
El terror se apoderó de ella cuando un rostro desfigurado apareció en el marco
de la ventana. Tenía la piel blanquecina y unos aterradores ojos completamente
negros. Sus labios oscuros se curvaban en una diabólica sonrisa, plagada de
dientes amarillentos terminados en punta.
Sara cayó al suelo, impresionada y
sintiendo el corazón golpear su pecho. Su espalda golpeó contra la barra de
ladrillo, provocándole un agudo dolor. La puerta comenzó a temblar al ser
golpeada desde fuera. Varias abolladuras aparecieron en el metal.
Presa del miedo, Sara se arrastró en el
suelo, intentando alejarse lo más posible de allí, pero la puerta cedió y se
derrumbó con un estruendo. La criatura penetró entonces en el local. La joven
se arrodilló cuando sintió los pasos acercarse a ella. Quiso correr hasta la
puerta trasera.
Sin embargo, una garra rodeó su tobillo
e impidió su avance. Sara gritó e intentó aferrarse desesperadamente a una
silla, que cayó al suelo, cuando el ente tiró de ella. Las manos de la joven
agarraron el aire. Logró girarse a duras penas. El monstruo la miró con
aquellos ojos que contenían todo el horror del infierno. En un acceso de
valentía, se obligó a golpearle. La planta de su zapatilla Nike se estrelló en
su rostro y la garra soltó su tobillo.
Sara aprovechó ese pequeño respiro para
levantarse y correr hacia la parte trasera del local. Tal vez pudiera escapar
por allí. Pero la criatura volvió al ataque, agarrándola del pelo. La joven
emitió un grito de dolor y se derrumbó sobre el suelo.
Sintió que le faltaba el aire cuando el
monstruo que la atacaba se alzó sobre ella, levantando unos brazos terminados
en garras negras. Sara cerró los ojos, aterrada. No sabía qué era aquella
criatura, ni por qué quería matarla, pero estaba segura de que cuando esas uñas
descendieran, todo habría terminado para ella.
Pero dos disparos resonaron en el local
y Sara abrió los ojos a tiempo de ver como el monstruo caía hacia un lado,
emitiendo un chillido de dolor. Nada más tocar el suelo, el cuerpo se deshizo
en una nube de arena dorada.
—¡Arriba! —le ordenó una voz mientras
dos fuertes manos la agarraban de los brazos para ayudarla a incorporarse—. Hay
que irse.
—¿Quién eres tú?
El desconocido, un hombre alto, con el
cabello oscuro cayendo en cascadas sobre sus hombros, la miró con sus ojos
marrones. Luego movió la cabeza para observar la puerta de la cafetería.
En ese momento, otra criatura entró en
el local y saltó hacia ellos. El recién llegado alzó su arma una vez más y, con
tranquilidad, disparó dos veces. De nuevo, la arena dorada se expandió por el
lugar, rodeándoles a ambos, hasta desaparecer poco antes de llegar al suelo.
—Me llamo Víctor Alias —contestó— y no
es precisamente un buen momento para hablar.
Tras decir esto, Alias agarró a Sara de
la muñeca y la obligó a caminar hacia el fondo de la cafetería. Atravesaron la
cocina y, una vez frente a la puerta trasera, la abrió con un rápido movimiento.
—¿Cómo sabías que estaba esta puerta
aquí? —quiso saber Sara, que no estaba muy segura de si alegrarse o no de la
aparición de aquél extraño hombre.
—Llevo tiempo vigilándote —Víctor tiró
de ella para cruzar el callejón en el que se habían internado, con el arma
firmemente afianzada en su mano, alerta.
—¿Me espiabas? —Sara se soltó de Alias y
retrocedió unos pasos—. ¿Quién demonios eres? ¿Y qué eran esas cosas?
El hombre miró a
Sara con expresión de fastidio
—Esas cosas son las que te habrían
matado si yo no hubiera estado espiándote estos días. Ahora, si no es mucho
pedir, deberíamos irnos —añadió.
—¿Qué hacían esas criaturas en mi
cafetería?
—¡Joder! —maldijo Víctor, apuntando a la
muchacha con su arma.
Sara cerró los ojos, sobresaltada al
escuchar el disparo. Cuando una lluvia de arena dorada cayó sobre ella,
comprendió lo que había sucedido.
—¿Quieres seguir hablando? —preguntó
Alias, girándose para inspeccionar los alrededores—. ¿O prefieres esperar a que
te maten?
La camarera no se lo pensó dos veces y
siguió al hombre a través del callejón. Salieron a la avenida principal,
completamente vacía a aquellas horas. Víctor paseó la mirada por cada edificio,
cada esquina y cada rincón oscuro.
—Parece que estamos solos —confirmó al
fin, guardándose el arma tras su chaqueta negra—. Sólo tres. Qué raro.
Luego se volvió para encararse con Sara
y en aquél momento, bajo la luz de una farola, la chica vio con más claridad el
rostro de su salvador. El cabello largo y negro enmarcaba una cara de bellas
facciones pero de expresión derrotada. Sin embargo, la amplia sonrisa de
Víctor, cargada de buen humor, otorgaba al hombre cierto aire de misterio.
—Tienes algo que necesito —dijo Víctor
de pronto—. Quítate todas las joyas que lleves encima.
Sara dio un paso atrás al escuchar
aquellas palabras.
—¿De verdad has montado todo esto para
robarme?
—¿Robarte? —repuso Alias con una sonrisa—.
No, de eso nada. No quiero robarte. Al menos no como tú piensas —añadió tras
meditarlo un momento.
—De todas maneras no tengo ninguna joya
encima —replicó ella.
—¿Nada?
—No, así que ya puedes dejarme en paz e
irte por dónde has venido.
Víctor se acercó a ella y volvió a sacar
el arma.
—Lo siento, pero eso no será posible —replicó
apuntando a la chica—. Por favor, haz memoria. Busco algo antiguo. Tal vez un
collar, o un anillo.
—No tengo anillos ni nada por el estilo.
No me gustan las joyas.
—¿Qué está pasando aquí, Sara? —preguntó
de pronto una voz tras ellos.
Alguien se abalanzó sobre Víctor,
desviando el arma y provocando que se disparara contra el suelo. Alias se
revolvió y golpeó en el rostro al hombre que le había atacado.
—¡Guillermo! —Sara corrió a auxiliar al hombre,
que estaba arrodillado en el suelo, apretándose dolorido la nariz—. ¡Estúpido! —gritó,
fulminando con la mirada a Víctor—. Es mi novio.
—Lo siento —se disculpó Víctor,
levantando las manos para dar a entender que no había querido hacerle daño.
Pero Guillermo, se levantó y, rojo de
ira, se volvió a lanzar sobre Alias. Ambos cayeron y forcejearon en el suelo.
Se golpearon y rodaron, arrastrando en su camino la suciedad. La pistola salió
despedida hasta perderse en la oscuridad.
Entonces, entre golpe y golpe, Víctor
vio que una sombra se alzaba tras Sara.
—¡Mierda! —maldijo, intentando quitarse
de encima a Guillermo.
Un golpe le hizo callar. Víctor empujó
con fuerza para colocarse sobre el otro, pero fue inútil. Realmente era un
hombre fuerte. Movió la cabeza para intentar localizar el arma. A un par de
metros de ellos vio el brillo metálico de la culata.
—Oye, tu chica está en peligro. Hay que…
El grito de la muchacha resonó entre las
paredes del callejón. Guillermo se detuvo y se giro para ver como su novia era
arrastrada por el tobillo por una extraña y nauseabunda criatura. La muchacha,
intentaba agarrarse a todo lo que tenía a mano sin éxito.
Sin pensarlo un instante, se desentendió
de Víctor y corrió para rescatar a la chica.
—¡No! —gritó Víctor, girándose para
arrastrarse hasta la pistola.
Un nuevo grito de Sara obligo a Víctor a
girarse con el arma fuertemente aferrada entre las manos. Allí, en el suelo,
vio como la criatura asestaba un letal zarpazo a Guillermo en el pecho.
Dos disparos mataron al monstruo y la
lluvia de arena dorada cayó sobre la muchacha, que se acercó llorando a su
amado. El cuerpo de Guillermo yacía inmóvil sobre el pavimento. Un río de
sangre caía de su camiseta para acabar derramándose sobre el suelo.
—Guille, no, por favor —susurraba—. No
te vayas.
Pero él no contestó. Su mirada vidriosa,
sin vida, se clavaba en los ojos de Sara, que agitaba su cuerpo, esperanzada en
encontrar un halito de energía en él. Pero la vida se le había escapado.
—Lo siento —Víctor se acercó a ella y
posó una mano en su hombro—. No pude prever…
—¡Maldito desgraciado! —explotó Sara,
librándose de un movimiento del apretón de Alias—. ¡Ha sido por tu culpa! ¡Tú
lo has matado!
Cuando ella intentó golpear a Víctor,
este agarró las muñecas de la muchacha y la detuvo. Luego, de un rápido
movimiento la obligó a girarse para inmovilizarla.
—Sé lo que debes estar sintiendo y te
comprendo —dijo, intentando imprimir dulzura a su voz—. Te prometo que podrás
llorar su pérdida. Pero no hoy. No ahora. No querrás estar aquí dentro de un
rato.
—¡Guillermo! —gritó de pronto Sara, con
la voz poseída por la esperanza—. ¡Estás vivo!
Sorprendido, Víctor soltó las muñecas de
la muchacha y miró al hombre, que acababa de abrir los ojos y los clavaba con
amor en su novia. Alias sacudió la cabeza desconcertado. Era imposible, él
había visto cómo la criatura le arrancaba la piel del pecho. No podía estar
vivo.
La respuesta llegó en el momento en el
que Guillermo se arrojó sobre Sara al mismo tiempo que sus ojos se volvían
completamente blancos. La muchacha, convencida de que su amado le iba a dar un
abrazo, se inclinó hacia delante. El terrorífico grito que surgió de la
garganta de Guillermo sobresaltó a la joven, que vio como las manos de su novio
se abalanzaban sobre su cuello. Pero Víctor llegó a tiempo, agarrándola de un
hombro y empujándola hacia atrás. Los brazos de Guillermo se cerraron en el
aire y, con una agilidad sobrenatural, se arrastró en el suelo, hasta alejarse
unos metros
—¿Qué le ha pasado? —quiso saber Sara,
sin apartar la mirada del hombre. Su cara estaba salpicada de gruesas lágrimas.
—Ya no es Guillermo —contestó Víctor,
sacando su móvil del bolsillo.
Mientras Guillermo se levantaba, Alias
le hizo varias fotos y luego, volvió a guardarlo. El cañón de su arma apuntó
directamente al pecho.
Sara parecía estar de acuerdo con
Víctor.
—Y si no es él ¿qué es?
—No lo sé, pero tenemos que irnos. ¡Ya!
Los ojos de Guillermo tornaron blancos y
dio un salto que ningún ser humano podría haber dado nunca. Su cuerpo se elevó
varios metros en el aire, pero Víctor descargó varios proyectiles en su pecho y
lo hizo caer de nuevo al suelo.
Sin esperar un instante más, las dos
figuras se giraron y corrieron para perderse en las calles. En el callejón, el
cuerpo que había sido de Guillermo se levantó con facilidad. Tres balas cayeron
al suelo, cuando las heridas de su pecho se cerraron instantáneamente y las
expulsaron al exterior.
Luego, sus ojos blancos se clavaron en
el callejón por el que se habían perdido Víctor y Sara.
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1 comentario:
No me piques más la seguridad que me va a tocar adelantar su lectura
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